17 de septiembre de 2008
Una evocación de la obra del novelista William Styron nos conduce a una reflexión sobre el racismo en EE.UU. y la candidatura de Barack Obama.
Autor: José Miguel Oviedo
Si no hubiese leído un artículo de Jess Row en el Book Review del New York Times, no habría recordado que se cumplen ahora los cuarenta años de la publicación de la novela The Confessioms of Nat Turner, de William Styron (1925-2006). Lo que sí recuerdo con bastante claridad es la enorme impresión que el libro me produjo cuando lo leí en la edición castellana aparecida en Barcelona muy poco después; incluso conservo viva en la memoria la imagen del famoso fotógrafo Richard Avedon en la carátula: el retrato de un viejo esclavo negro, cuyo rostro sudoroso y surcado por profundas arrugas era una especie de mapa de una historia dolorosa y trágica.
Se considera, con mucha razón, que esta es la primera gran novela del autor, y que puso definitivamente su nombre entre los más importantes escritores norteamericanos y entre los mejores herederos de la rica tradición literaria sureña, cuyo indiscutible padre es William Faulkner.
Se considera, con mucha razón, que esta es la primera gran novela del autor, y que puso definitivamente su nombre entre los más importantes escritores norteamericanos y entre los mejores herederos de la rica tradición literaria sureña, cuyo indiscutible padre es William Faulkner.
La obra se presentaba, a la vez, como un documento, una autobiografía y una composición ficticia. Luego, ese modelo se haría popular bajo el membrete de 'faction’ (fact/fiction) en Estados Unidos y, posteriormente, en América Latina.
Styron investigó exhaustivamente los hechos para establecer el trasfondo de su historia y el ambiente donde vivió o debió vivir un esclavo negro a comienzos del siglo XIX. Pero, operando siempre como un novelista, se apartó bastante del Turner documental (cuyas 'confesiones’ a un abogado de oficio antes de ser ejecutado lo presentaban como un simple tipo raro) e hizo de él un conmovedor ser humano, más real que el otro.
La verdadera hazaña literaria del autor, un sureño blanco, fue asumir la voz de su personaje negro, con sus modismos e inflexiones y, sobre todo, con la perspectiva sin esperanzas de un hombre condenado a vivir y morir en el infierno de las plantaciones de sus amos.
En esta novela, Styron descubrió el poder de la fusión artística de una historia particular y la gran Historia que la enmarca; es decir, la posibilidad de crear personajes insertados en contextos objetivos que son parte de la experiencia cultural común a los lectores. Varios años después, Styron volvería a intentar esa fusión a gran escala –evocando tiempos y espacios completamente distintos– en su última obra maestra: Sophie’s Choice (1979), cuyo terrible tema es el de los campos de exterminio nazi. El novelista trata de reflexionar sobre esa incomprensible aberración de la mente humana que condujo a la brutal muerte de millones de judíos.
La monstruosa maquinaria del odio –que, como la esclavitud, se basa en la superioridad de una raza sobre otra– está admirablemente sintetizada en la escena que da la explicación del título: Sophie, una judía polaca que ha ido a parar a un campo de concentración con sus dos pequeños hijos, es obligada por un oficial nazi a elegir la salvación de solo uno de ellos, condenando así al otro a una muerte segura. Es una escena memorable y desgarradora.
En varios sentidos, la miserable y anónima vida de Nat Turner es un símbolo de la tragedia de un país como Estados Unidos, que ha sido, a lo largo de su historia, una sociedad con valores democráticos, un imperio expansionista y una sociedad carcomida por el cáncer de la discriminación racial. No es exagerado decir que, hasta hace solo medio siglo, Estados Unidos era un apartheid apenas menos repudiable que el de Sudáfrica, pues incluía, sobre todo en el Sur, la segregación en escuelas, universidades, restaurantes y otros lugares públicos, sin olvidar la presencia tolerada de organizaciones como el Ku-Klux-Klan.
Recuerdo siempre el testimonio de la famosa cantante de jazz Sarah Vaughan, quien era aplaudida en elegantes clubes nocturnos, pero que no podía usar los baños reservados para el público blanco, odiosa hipocresía que la gran mayoría de gente aceptaba.
Era un país distinto al de ahora, lo que no quiere decir que la discriminación racial haya desaparecido del todo (ahora se ha trasladado a los inmigrantes latinos), pero sí que hay al menos un sistema legal que protege a la población negra.
El artículo de Jess Row –al que hice referencia al comienzo– hace un útil repaso de las circunstancias en las cuales The Confessions... apareció: eran tiempos turbulentos conmocionados por las masivas protestas contra la Guerra de Vietnam, los movimientos de abierta rebeldía de los negros (algunos violentos, como los Black Panthers), las revueltas universitarias y callejeras tras el asesinato de Martin Luther King Jr., la histórica Convención Demócrata en Chicago –de la que Norman Mailer, otro gran escritor de 'factions’, ofrecería un apasionado testimonio–, etc.
El reconocimiento de los derechos civiles de la comunidad negra es el mayor fruto del activismo social y político de esa época, donde obras como las de Styron cumplieron un papel decisivo.
Un buen ejemplo para mostrar el profundo cambio que en medio siglo ha transformado al país es señalar que ha ocurrido algo antes impensable: un hombre de piel oscura llamado Barack Hussein Obama, de padre keniano y nacido en la isla de Hawái, es el candidato oficial del Partido Demócrata a la presidencia de la nación.
Gane o pierda, ya hizo historia: es el primer político afroamericano (uso el término en su sentido literal, no como el eufemismo ahora tan aceptado) con una opción real de llegar a la Casa Blanca. Las consecuencias de eso las veremos en menos de dos meses.
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