martes, 9 de octubre de 2012

Desdeñoso semejante a los Dioses



Escribe Rocio Silva Santisteban
Fuente original La República
09 de octubre de 2012
En la última feria del libro lo encontré, despistado buscando el auditorio donde tenía que leer poesía junto con el chileno Raúl Zurita y nuestro querido Arturo Corcuera.  Me llamó con esa chapa con la que me bautizó hace más de 20 años, “la Chío”, y yo lo capturé para robarle una foto con mi celular a la volada.
Generalmente siempre voy apurada a las ferias, pero ante la posibilidad de escuchar a los tres, juntitos, tenía que darme un tiempo y gozar del espectáculo. Y no me arrepentí, al contrario, darle ese tiempo a la escucha de tres poetas memorables fue una experiencia de re-encuentro con la el discreto fulgor de la palabra. Los pocos que estuvimos ahí, unas cien personas, mantendremos en la retina y el tímpano la voz de estos hombres, grandes y mayores, que le han dedicado la pasión de sus vidas a encontrar una forma de comunicar lo incomunicable. Eso es la poesía, a fin de cuentas, usar este lenguaje gastado para decir algo que nadie nunca antes había dicho.
¿Cuántas veces he escuchado leer poesía a Antonio Cisneros? Decenas… y siempre ha sido una experiencia notable. En Guadalajara el recinto estuvo lleno a pesar de que en la sala contigua presentaba su primer libro Chespirito. En el Cusco leyó poemas en las ruinas de Quenco. Un día, sentado a mi costado en algún recital en Lima, me dijo: “agrupa los poemas que vas a leer por temas. Mira: ahora leeré poemas de animales”. Y empezó con el poema de chancho puaj de Como higuera en un campo de golf, los de la ballena de El niño Jesús de Chilca y terminó con “el perro negro sobre el prado verde”, ahora famoso por el tuit de Nadine Heredia. Hace muchos años, cuando mi hija era muy pequeña y yo no tenía con quien dejarla, la llevé a un recital extenuante de poesía, con lecturas de más de diez poetas, y ella se aburrió en todos, excepto cuando leyó Cisneros. Su cadencia, la sonoridad de su voz, las pausas previstas para los aplausos, los silencios para provocar la debida ansiedad en el escucha: su performance era perfecta.
Rotunda. Precisamente por eso, treinta años antes, los vates de Hora Zero lo habían retado a un mano a mano de poesía en el Estadio Nacional. Obviamente nunca se llevó a cabo. Pero no dudo que hubiera sido tremendamente divertido aunque los escuchas no llenáramos ni siquiera el área del penal.
A Toño por cierto le encantaba el fútbol, jugarlo y mirarlo y despotricar, odiaba a las palomas, amaba los buenos libros y refunfuñaba cuando no había cigarrillos ni trago de buena calidad. Era expansivo, teatral, hiperexigente con la poesía, no perdonaba un mal poema y, aún recuerdo, cuando con inquebrantable fe en la palabra organizó la serie de recitales “Toda la poesía, casi toda” en la Casa de Raúl Porras en 1986. Así era: activista del poema y desdeñoso semejante a los dioses.
Hoy queda este eco en el silencio: “Nadie teme a la muerte adormecido / en su mesa de palo y sin embargo // entre los altos vasos apacibles / se enfría el corazón con la insolencia…”