lunes, 28 de junio de 2010

“Es un libro de vida, no de muerte”

Dom, 30/05/2010
La República
Por Pedro Escribano

Hugo Coya autor de Estación final, sobre víctimas peruanas en el holocausto. La obra narra siete casos, pero nosotros tomamos el de Magdalena Truel, una verdadera heroína.

El periodista Hugo Coya ha publicado un libro para mirarnos bien la cara y sentir, como él dice, vergüenza propia. Estación final no solo narra historias humanas, de víctimas peruanas en el Holocausto, de las cuales tomaremos el caso de Magdalena Truel, sino también revela cómo el Estado peruano –gobiernos de Óscar R. Benavides y Manuel Prado– con una “neutralidad cómplice”, se negó a recibir a 200 niños judíos huérfanos que la comunidad judía de Lima quería traer para salvarlos. Los niños, sin visa peruana, acabaron en los campos de concentración. “Pero el libro, dice Coya, es de vida, no de muerte”.

Una heroína

Entre las historias que se narran en Estación final está la de Magdalena Truel, que, como bien dijo Gustavo Gorriti en la presentación del libro, “Magdalena debe ser declarada heroína nacional”.

Magdalena Blanca Paulina Truel Larrabure nació en Lima el 28 de agosto de 1904, en el seno de una familia de inmigrantes franceses. Niña católica, inclinada alas letras, cuya primera desgracia fue la muerte de su madre por un cáncer. Después el fin de su padre y la decisión de viajar junto a sus hermanos a París, a refugiarse en su familia. Pero no. La familia estaba en crisis. Sus hermanos vuelven a Lima y ella y una hermana se quedan en París. Pero la mala suerte ronda. Cuando París es ocupada por el ejército alemán, un camión militar la atropella. Tras un año, se sobrepone a sus males. Vive en un barrio modesto y allí se dedica a cuidar niños de familias pobres, a quienes les narra cuentos. Uno de esos cuentos es L’ Enfant du métro (El niño del metro) publicado en 1943 por Éditions du Chène, con ilustraciones de su hermana Lucha.

No soporta más. No puede tolerar ver desde su lugar de convaleciente cómo los nazis se llevaban a sus vecinos. Se enrola en la Resistencia.

“Descubrirla fue impresionante. No podía creer la dimensión humana de esta mujer y que nosotros no conozcamos su vida”, dice Coya.

“Ella –agrega el periodista– tras el accidente pudo, como es usual en la naturaleza humana, volverse amargada, recluirse en sí misma, pero no, se comprometió con la Resistencia con el seudónimo ‘Marie’ y se convirtió en una falsificadora de pasaportes para salvar judíos”.

Justo, un día de junio de 1944, cuando va por más tinta a una base de la Resistencia, es apresada y torturada para que delate a sus compañeros. Ella, a pesar de su menoscabada salud, resiste. A partir de allí es llevada de un lugar a otro, a Fresnes, a las afueras de París. Después a Sachsenhausen, cerca de Berlín. Y cuando la victoria de los aliados es inminente, junto a miles de prisioneros en pleno invierno es conducida a Lübeck para que mueran en el camino, como una forma de ocultar el Holocausto. En esa marcha un alemán le golpea la cabeza y cae. Sus amigos la llevaban en una litera y días después muere (3 de mayo de 1945), cinco días antes que se rinda el ejército nazi.

“En diarios de la época de París se habló mucho de ella. Su nombre figura en el Memorial de París y su cuerpo reposa en el cementerio de Stolpe, Alemania”, concluye Hugo Coya.

Perfil
El autor. Hugo Coya nació en Lima, 1960. Estudió Comunicación en la Universidad de Lima y es máster en Periodismo en el Instituto Internacional de Ciencias Socíais, Brasil. Actualmente es productor general de prensa en América Televisión.

El libro. Estación final (Ed. Aguilar) narra siete casos dramáticos de víctimas peruanas en el Holocausto.





lunes, 21 de junio de 2010

Entrevista con José Saramago



José Saramago nos dijo adiós


EN COMPAÑÍA DE SU FAMILIA, AYER POR LA MAÑANA FALLECIÓ EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1998. FUE NOVELISTA, POETA Y PERIODISTA, PERO ANTE TODO FUE UN SER HUMANO PREOCUPADO Y COMPROMETIDO CON LAS INJUSTICIAS COMETIDAS EN EL MUNDO

El Comercio
Sábado 19 de Junio del 2010

MADRID [EL COMERCIO/AGENCIAS]. Antes de que los ministros y altos representantes de Cultura de los países de habla portuguesa Angola, Brasil, Cabo Verde, Guinea-Bissau, Portugal, Mozambique, San Tomé y Príncipe y Timor-Oriental dedicaran en Sintra (afueras de Lisboa) un minuto de silencio en su honor; antes de que la editorial italiana que se negó a publicar su libro nacido de su blog, “El cuaderno”, expresara su dolor “después de tantos años de fantasías compartidas”; antes de que el poeta Gonzalo Rojas dijera que lo veía “como un muchacho” en plena ebullición creativa; antes de que Eduardo Galeano señalara que “era un hombre que estaba siempre al lado de los perdedores, que seguirá siendo una voz entrañable y “extrañable””; antes de que el presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, destacara su conciencia crítica; antes de que en el Perú y en el mundo se recuerde su obra y su nombre y sus acciones y se lo llore; antes de que ocurra todo eso, José Saramago había pasado una noche tranquila en su casa de la isla canaria de Lanzarote.

Sin embargo, tras desayunar, las cosas empezaron a cambiar: el premio Nobel de Literatura 1998 se empezó a sentir mal y a los pocos minutos, víctima de leucemia crónica, “murió en compañía de su familia, diciendo adiós de un modo sereno y plácido”, relata la fundación que lleva su nombre. Tenía 87 años y estaba acompañado por su esposa, la periodista y traductora española Pilar del Río. “Sabía que él estaba frágil, estaba enfermo, pero siempre pensé en él como un inmortal por su propia obra, por sus hechos humanos. Lo había eternizado. Él es eterno”, lamentó la escritora brasileña Nélida Piñón.

EL INICIO

De origen humilde, Saramago se dedicó a la literatura porque no le gustaba el mundo donde le tocó vivir. Sus novelas encierran reflexiones sobre los principales problemas del ser humano; hacen pensar al lector, lo estremecen y conmueven. Sus personajes están llenos de dignidad.

Nacido el 16 de noviembre de 1922 en Azinhaga, una aldea de Ribatejo (Portugal), José de Souda tuvo que abandonar la enseñanza secundaria ante la falta de medios económicos. Por eso, antes de dedicarse de lleno a la literatura y de convertirse en uno de los mejores novelistas del siglo XX, Saramago trabajó en oficios como los de cerrajero, mecánico, editor y periodista.

Pero su mayor ilusión era ser escritor. En 1947 publicó su primera novela, “Tierra de pecado”. Por esa época prendió en él la conciencia política que siempre lo acompañó y en 1969 se afilió al Partido Comunista Portugués. Tras un largo silencio de casi veinte años, en los que estuvo sin publicar porque no tenía “nada que decir”, Saramago se atrevió con la poesía entre 1966 y 1975. En 1977 vio la luz la novela “Manual de pintura e caligrafía”, a la que siguieron el libro de cuentos “Casi un objeto” (1978) y la obra teatral “La noche” (1979).

Con estas obras Saramago había sentado ya las bases para ese mundo propio que fue construyendo libro a libro. En 1991 publicó la novela “El evangelio según Jesucristo”, muy criticada por el Vaticano y objeto de un polémico veto en 1992. A pesar de todo, esta obra recibió el prestigioso Premio de la Asociación de Escritores de Portugal. Sin embargo, los problemas que tuvo en Portugal lo llevaron en 1993 a trasladar su residencia a España. En los últimos años, no dejó pasar demasiado tiempo entre novela y novela. Era consciente de su edad. Fruto de esa urgencia por contar surgió una serie de novelas. La muerte lo sorprendió cuando preparaba una obra sobre la industria del armamento.

“Nuestra única defensa contra la muerte es el amor”, dijo en una ocasión José Saramago, y hoy, que su cuerpo sería trasladado a Portugal para ser cremado mañana, sus palabras y su obra parecen ser nuestro consuelo. l

En el panorama de la literatura lusa e hispanoamericana es casi una voz solitaria, porque casi todos los otros narradores que ganan premios se han dedicado a elucubraciones dirigidas más al mercado de consumo. Él siguió con una obra paradigmática, con una gran unidad de búsqueda, de una forma estética, y de un autodescubrimiento sobre la concepción del mundo. Por eso siento su muerte”.

No estuve nunca de acuerdo con su visión política de las cosas, pero sí con los retratos humanos que hace, que hay un elemento de compasión, esa visión de la grandeza de los seres humanos, sobre todo de los más sencillos. Digamos que la novela que más quiero y me gusta es “La caverna”: me interesan el manejo de los diálogos, que me parece muy notable, y las técnicas que usa”.

Una vez Saramago dijo que mientras más viejo es uno, más radical y más difícil es cambiar, por la sabiduría que va adquiriendo uno. Ya no hay paciencia para perder el tiempo en la creación. De “Ensayo sobre la ceguera” he tomado para hacer una obra. Él escribía con mucha creatividad y estética y te llega al corazón y al cerebro, y siempre ha apostado por las posibilidades de los cambios. Es una pena que ya no vamos a tener mayor producción de él”.

LAS FRASES

En un tiempo como el de ahora, en el que tan fácilmente se desprecia a los mayores, creo que soy un ejemplo muy bueno. Entre los 60 y los 84 años he hecho una obra. Por tanto ¡ojo con los viejos!

No es que sea pesimista, es que el mundo es pésimo

El escritor es solo un pobre diablo que trabaja

Si la literatura pudiera cambiar el mundo, ya lo habría hecho

SOBRE SARAMAGO

Oswaldo Reynoso. Escritor
En el panorama de la literatura lusa e hispanoamericana es casi una voz solitaria, porque casi todos los otros narradores que ganan premios se han dedicado a elucubraciones dirigidas más al mercado de consumo. Él siguió con una obra paradigmática, con una gran unidad de búsqueda, de una forma estética, y de un autodescubrimiento sobre la concepción del mundo. Por eso siento su muerte”.

Alonso Cueto. Escritor
No estuve nunca de acuerdo con su visión política de las cosas, pero sí con los retratos humanos que hace, que hay un elemento de compasión, esa visión de la grandeza de los seres humanos, sobre todo de los más sencillos. Digamos que la novela que más quiero y me gusta es “La caverna”: me interesan el manejo de los diálogos, que me parece muy notable, y las técnicas que usa”.

Oswaldo Higuchi. Artista Plástico
Una vez Saramago dijo que mientras más viejo es uno, más radical y más difícil es cambiar, por la sabiduría que va adquiriendo uno. Ya no hay paciencia para perder el tiempo en la creación. De “Ensayo sobre la ceguera” he tomado para hacer una obra. Él escribía con mucha creatividad y estética y te llega al corazón y al cerebro, y siempre ha apostado por las posibilidades de los cambios. Es una pena que ya no vamos a tener mayor producción de él”.

domingo, 13 de junio de 2010

La diplomacia de un poeta


El Comercio
Por: Nelly Luna
Domingo 3 de Enero del 2010

Las historias más trágicas están tejidas de brutales coincidencias. El azar, en una cruel jugada, quiso que 10 años antes de su muerte el poeta, médico y diplomático del novecientos Manuel Nicolás Corpancho le cantara en sus versos a las olas del mar que se lo tragaría. “Yo amaba el mar desde mi tierna infancia, su augusta soledad me arrebataba”, escribió en 1853 en su poema Magallanes. Tenía 22 años.

Pero el azar jugó más: decidió también que el barco en el que había viajado el poeta español José Zorrilla fuera luego la tumba de su joven e incondicional admirador. Manuel Nicolás Corpancho murió el 13 de setiembre de 1863, en el Golfo de México. Tenía solo 32 años. Días antes, la invasión francesa en México lo había deportado: Corpancho se había pronunciado contra la instalación de un gobierno francés. Días después de haber zarpado, el barco en el que viajaba inexplicablemente se incendió. Su cuerpo jamás apareció.

“Los bohemios lo amábamos por la dulzura de su carácter, por la lucidez de su talento y hasta por lo delicado y casi infantil de su figura”, escribió Ricardo Palma sobre la frágil apariencia física de Corpancho.

Sentada en su departamento de Miraflores, la tataranieta de Manuel Nicolás Corpancho, María Teresa Pardo Corpancho —podríamos llamarla la última de las “corpanchistas”— cuenta la anécdota de cómo su tatarabuelo tuvo siempre alma de poeta.

El profesor Cayetano Heredia le pidió al estudiante Manuel Nicolás Corpancho que examinase a un campesino recién llegado de los Andes. Sin tomarle siquiera el pulso, Corpancho inicia una conversación sobre la tierra natal del enfermo. Tras un rato, Corpancho le suelta orondo al maestro su diagnóstico: “El campesino sufre de nostalgia”. Heredia, exaltado, responde: “¿Nostalgia? ¡No tiene usted vergüenza! ¡Nostalgia, enfermedad de poetas! ¡Este campesino tiene una vulgar disentería!”, lo recriminó.

María Teresa cuenta que si Corpancho estudió Medicina fue por presión familiar, que lo que a él siempre le gustó fue la poesía. A los 16 años escribió “Oda a América”, a los 17 compuso el drama “El poeta cruzado”, a los 19 publicó la traducción del canto tercero de El Infierno de “La divina comedia”, de Dante Alighieri. Al cumplir los 20 años puso en escena “El poeta cruzado”. Sobre aquel día el historiador Jorge Basadre escribió: “Corpancho fue coronado la noche del estreno y su emoción apenas le permitía en ese momento estar de pie en el escenario”.

Los ojos de María Teresa se enrojecen, sus manos se exaltan y alza la voz cuando habla del legado de Corpancho en México y el Perú: mártir de la reforma y padre de la patria allá; poeta y diplomático casi ignorado acá. De Corpancho en el Perú hay apenas una calle —muy trajinada, por cierto— en el Cercado de Lima. En México tiene un parque (cuyo busto fue enviado por la familia porque el Gobierno Peruano se desentendió del asunto), su retrato se encuentra entre los ilustres y varios académicos estudian la misión que lo llevó a esas tierras, cuando la invasión francesa acechaba, aquel enero de 1862.

Corpancho no ejerció la medicina. Según Estuardo Núñez, tras su regreso de Europa, el joven escritor (sus textos aparecían con frecuencia en las revistas de la época) probablemente apoyó el movimiento de Ramón Castilla. Así, en 1857, a los 26 años, fue nombrado secretario general del presidente Ramón Castilla. Pero recién dos años más tarde, en el norte, se descubrieron sus dotes diplomáticas.

Jorge Basadre cuenta que por aquellos años aparecieron documentos históricos que ponían sobre el tapete —una vez más— los límites con el Ecuador. Corpancho acompañó a Castilla en esa misión, y disiparon la tensión. “No dispararon, pues, entonces, ni los fusiles ecuatorianos ni los peruanos, pero las plumas derribaron tinta a raudales con datos y argumentos [...]. Ninguna de las controversias sobre límites del Perú movilizó tan tempranamente la erudición de sus escritores”, escribió el historiador.

Fue sin duda en aquel conflicto con el Ecuador en el que Corpancho se graduó de diplomático. Por eso, cuando el mariscal Castilla se enteró de la agresión francesa a México, lo designó inmediatamente encargado de Negocios y cónsul del Perú en ese país. Corpancho tomó la causa mexicana como suya. Los historiadores dicen de él que fue un americanista de convicción que rechazó la aventura imperialista de la Francia de entonces para coronar como emperador de México a Maximiliano de Austria.

“El agente diplomático peruano no iba a ser un testigo impasible de los sucesos allí desarrollados. Iba a ser un aliado en la lucha por la libertad y la independencia y un juez severo de los actos de quienes contra ellas combatieran”, escribió sobre él Basadre.

En México, Corpancho estrechó los lazos de amistad con Benito Juárez y colocó banderas del Perú en cuatro inmuebles. Dio asilo a muchos artistas y políticos mexicanos. De ese momento queda una sentida misiva que envió a una revista del D.F.: “Consagro los homenajes que se me han dispensado, cierto que esta cordialidad de los hijos de Moctezuma para con un hijo de Manco Cápac augura un porvenir lisonjero a la grandiosa constelación de jóvenes repúblicas que la libertad ha engendrado en la América”.

Con el arribo de los franceses al D.F. y el retiro de Juárez, Corpancho fue deportado por el gobierno de la Regencia. Los galos nunca le perdonaron sus encendidos discursos en pro de la libertad americana.

Manuel Nicolás Corpancho nació en el barrio de Santa Ana a fines de 1830 y junto a Carlos Augusto Salaverry, Arnaldo Márquez, José Casimiro Ulloa y Luis Benjamín Cisneros constituyó la corriente romántica.

Estuardo Núñez cuenta que en 1860 Corpancho y Ricardo Palma se propusieron elaborar una gran antología que debía reunir la producción poética continental de los jóvenes escritores. Pero el vate fue enviado por Castilla a México, y Palma, detractor del mariscal y vinculado a una conspiración contra este, fue deportado a Chile. Los poetas amigos jamás volvieron a encontrarse. Una vez más, el destino truncó el deseo del poeta.

El balcón del pasado

MI ENCUENTRO CON CARLOS FUENTES

El Comercio
Por: Tomás Eloy Martínez Escritor
Domingo 3 de Enero del 2010

Tantas veces he contado cómo conocí al escritor mexicano Carlos Fuentes a fines de la primavera austral de 1962, en un balcón de Buenos Aires vencido por los años, que ya la anécdota se ha convertido en una leyenda con la que el tiempo hace lo que quiere.

Cuando Fuentes volvió a pasar por Buenos Aires a fines de este noviembre, le propuse que recuperáramos el balcón para mostrárselo a Silvia Lemus, su esposa. Nos costó dar con él porque no encontrábamos balcón alguno que amenazara precipitarse sobre la calle.

La casa del balcón, en verdad el séptimo piso de un lujoso edificio de departamentos en la zona de la Recoleta, estuvo para mí siempre en la calle Arenales. Ahora Fuentes lo ubicó en la avenida Quintana, a pocos pasos del hotel Alvear y contó que los invitados éramos unos 15 o 20: escritores, músicos, actores de cine.

Yo carecía de méritos para estar entre ellos. Todos los invitados habíamos leído y admirado la novela de Fuentes “La región más transparente” en la única edición que circulaba entonces en Buenos Aires, y aún puedo oír la voz del crítico literario argentino Enrique Pezzoni repitiendo algunas frases del monólogo inicial de Ixca Cienfuegos con artificial entonación mexicana: “Tus héroes no regresarán a ayudarte. Has venido a dar conmigo, sin saberlo, a esta meseta de joyas fúnebres. Aquí vivimos”.

La conversación de Fuentes era ingeniosa, deslumbrante, llena de pasión por la justicia y de una sabiduría intelectual asombrosa para sus años.

En el balcón coincidimos Roa Bastos, Pezzoni, Bianco y el gran actor argentino Francisco Petrone. A pocos pasos, en la enorme sala, el escritor argentino Ernesto Sábato se afanaba explicándole a la dueña de casa las teorías del “nouveau roman”, una especie de novela francesa de la época de los50 que se desviara del estilo de literatura clásica. Ella daba la impresión de no entender una sola palabra, pero Sábato lograba mantenerla suspendida en el éxtasis de un lenguaje lleno de citas francesas y de referencias científicas.

Casi enseguida advertí que Petrone, hipnotizado por la belleza celestial de aquella mujer, trazaba en el aire la silueta de su nuca perfecta, del lánguido pelo esponjoso que le caía hasta la cintura, suspiraba sin recato, y muy pronto todos, incluyendo a Fuentes, clavamos nuestros ojos en ella. Luego la vimos perderse en la penumbra de la tarde, guiada por un Sábato solícito. Eso fue todo.

Creí que el encantamiento se había disipado para siempre hasta que muchos años después, hacia 1998, la historia salió de su letargo y reapareció con las mismas melodías del pasado. Una mañana de otoño, cuando caminábamos con Fuentes por una calle cercana a Gramercy Park, en Manhattan, descubrimos al mismo tiempo, en el décimo piso de un edificio de los años 20, varios balcones abombados, de mampostería, que parecían colgar peligrosamente sobre el abismo.

“Esos balcones”, dijo Fuentes, “¿no son exactamente iguales al balcón de Buenos Aires donde toda la literatura latinoamericana se enamoró al mismo tiempo de las espaldas de mujer más hermosas del mundo?”. No eran iguales (los de la avenida Quintana son rectangulares), pero la invocación bastaba para que la escena de 36 años antes volviera intacta a mi memoria. Recordé el lugar, recordé la luz dorada del atardecer, la tierna brisa de noviembre que acariciaba la ciudad.

En esa reunión del pasado, todos sentimos unos deseos irreprimibles de ver a la mujer y quizá la hubiéramos perseguido por aquellos salones espaciosos si la pintora argentina Lea Lublin, que andaba por allí y la conocía desde la adolescencia, no nos hubiera dicho: “Se ha encerrado en su cuarto. Todas las tardes, a esta hora, tiene un ataque de pena. Nunca vuelve hasta que se le pasa la melancolía”. La mujer había enviudado un año antes del investigador médico argentino Carlos Galli Mainini, discípulo del fisiólogo argentino y ganador del premio Nobel Bernardo Houssay.

Fue lo último que supimos de ella. Culpamos a Sábato por habérnosla arrebatado y durante algún tiempo no se lo perdonamos.

Cuando caminamos hace poco con Silvia Lemus en busca del balcón, alcé los ojos, volví a ver las luces de aquella tarde de primavera, y detrás de las celosías reapareció la espalda después de su largo exilio en el paraíso. Reconocí el pelo de lluvia de la viuda bellísima, las nubes tiernas de su nuca, el perfil huidizo que temí perdido para siempre. Y en silencio le di las gracias por los dones de una memoria que seguía dentro de mí, por los amigos de aquel día, por las novelas y las películas con que me enriquecieron la vida.

La historia de los hombres se escribe con esos fragmentos hechos de viento. Siempre hay un instante de la vida en el que volvemos a ser lo que fuimos o en el que somos, misteriosamente, lo que nunca pudimos ser.

Tomás Eloy Martínez. Distribuido por The New York Times Syndicate Glosado del original
Exclusivo para el diario El Comercio en el Perú