Por Andrea Palet
Fuente El Malpensante
08 de agosto de 2011
Mucho muy lejos me hallo de poder contar experiencias como las de mi admirado Maxwell Perkins, pero ni siquiera ese verdadero Maxwell Smart se refirió nunca a su cuidadosa labor de zapa; lo que se sabe es por su correspondencia privada, hecha pública después de su muerte. El trabajo conjunto con un autor –el corte, pulido, escarmenado y musicalización de un original, la paternidad de las ideas, la organización de un conocimiento para transmitirlo por escrito– es de una intensidad y una intimidad tales que, como los secretos de familia, se resiente al ser expuesto a la luz del día. A la espera de la demencia senil que me hará contar lo que no debo y enseñar lo que no sé, entonces, vayan apenas unos consejos de buena fe para quien se inicia en este oficio de corte y confección invisible.
No todo merece ser un libro. Huye del amigo o la tía con una historia alucinante que cree que debería contar en un libro. No temas desafiar al académico cuyo texto abstruso, árido y tecnicista solo refleja su incapacidad de comunicar. Un blog exitoso puede ser un desastre editorial: el libro supone un modo de recepción que no se ajusta automáticamente a cualquier contenido. Pero también, hoy que todo lo sólido se desvanece en el aire, que un libro pueda existir esencialmente para siempre le confiere una forma de dignidad que sería bueno considerar al momento de evaluar proyectos fugaces y banales.
Un fondo transparente. Tal como para proyectar una película casera buscamos una sábana clara y lisa, el texto debe presentarse limpio y sin obstáculos; los errores son como piedritas o peñascos que adelgazan la confianza y alteran la concentración. Los autores no los ven, y a veces los lectores tampoco, pero la belleza de un libro no es la misma si la muy premiada tipografía no se lee bien, si Juanita se llamaba Adela cien páginas atrás, si los cortes de palabras nos chirrían al oído, si los números no suman, si dice loza cuando debe decir losa, o si una transición simple no se explica sino como un olvido o un milagro en el estado actual de la ciencia.
El zurcidor japonés. Los buenos zurcidores reparan los desgarros con los mismos hilos de la tela original; solo así el resultado es límpido y no se nota la costura. A menos que estés a cargo de una aburrida enciclopedia de arte en fascículos o algo así, reescribe o reemplaza con giros o estructuras que no sean ajenos al estilo ni a la sensibilidad del escritor. Acostumbrar el oído al fraseo ajeno no es tan fácil como suena, pero hay que hacerlo.
Conocer para ignorar. Las normas gráficas y de estilo tienen un sentido y una tradición que obligatoriamente hay que conocer: se trata de mecanismos sofisticados que se están perdiendo en el mar de vulgaridad que nos aplasta. Pero, como dice Kundera en Los testamentos traicionados a propósito de la traducción: “El traductor se considera el embajador de esa autoridad [la del estilo común, del buen francés, el buen español, etc.] ante el autor extranjero. Pero todo autor de cierta valía transgrede el gran estilo, y es en esa transgresión donde se encuentra la originalidad y por lo tanto la razón de ser de su arte”. El español neutro no existe; importan la variedad, el registro personal y local. Y también esa cualidad inefable que es el modo como suenan las palabras según el lugar que ocupen en la página: no es lo mismo “buenos días, tristeza” que “tristeza, buenos días”. Recuerda la marca gloriosa de Miguel de Unamuno a un corrector demasiado apegado a la norma: ¡Ojo!, había escrito el corrector; ¡Oído!, puso encima Unamuno.
Leerlo todo, saberlo todo. La historia del insulto es tan importante como la historia de Roma. Hay que leer las novelas de Corín Tellado. Si crees que el creacionismo tiene que ver con el arte, estamos mal. Al leer enteras las Páginas Amarillas surge un mundo de oficios y actividades que ni siquiera sospechabas que existían. Los horarios de ciertos trenes europeos son un prodigio de edición. Supongo que sabes quién es Andrew Wylie, el que nos niega en el epígrafe. Supongo que lees sesenta, ochenta, cien libros al año. Supongo que se entiende la idea. La única herramienta indispensable del editor es su cabeza, pero debe estar bien amueblada, y eso no se consigue únicamente con literatura sino con una curiosidad interminable.
¿Cómo lo sabe? ¿Comparado con qué? Estas dos preguntas deberían estar en un post-it mental del editor de no ficción. La primera justifica todo el aparato crítico o las notas y bibliografías, para empezar, y la segunda es la base de toda argumentación plausible, que no te enrede en los meandros de una palabrería pirotécnica y jugosa desplegada como un manto sobre su debilidad estructural. Se discute si el editor debe compartir la culpa con el autor de un ensayo lleno de falacias o falsedades: algunos creen que no, yo creo que sí.
Respeta a tus mayores (y menores). Ser educado no solo significa haberte leído tus rusos o tus románticos alemanes a la más tierna edad. Cada marca roja sobre el papel es un “te equivocaste” que al autor le duele; ese dolor puede enmascararse de diversas formas y, sí, los escritores suelen ser imbancables, pero no pierdas de vista que él es el padre de la criatura. Para presionar e imponerse en buena lid hay que estar muy bien preparado y ser riguroso, y la palabra clave es siempre “persuasión”.
¿Cuál es la patria del editor? ¿A quién se debe en último término? El reverso de la recomendación anterior es que tu compromiso debería ser con el lector y el futuro de la obra, no con el autor. El escritor no es un dios; si actúa como tal es simplemente un hombre o una mujer echados a perder. La admiración y, peor, la reverencia por el artista suelen ser malas consejeras en tu trabajo. Si no hubiera sido por su editor, El gran Gatsby se habría titulado, ajj, Trimalchio en West Egg. Si no hubiera sido por Gordon Lish, nadie se acordaría de Raymond Carver. Nunca pierdas de vista el bien social que significa editar y publicar libros, y que cada texto pide una envoltura, un tono y un formato que el autor no necesariamente ve con tanta claridad como tú.
Temple de acero. El talento, la ansiedad y la vanidad son los materiales altamente explosivos con que trabajamos a diario, y para lidiar con ellos no se ha inventado todavía un kevlar que recubra sin dolor nuestros sentimientos. Se ha sabido de casos en que el escritor profesa una sincera gratitud por su editor; incluso hay quienes han manifestado esa gratitud y aun admiración por escrito, aunque cuanto más meloso el reconocimiento más probable es que el editor apenas haya tocado los originales del bendito, le haya hecho caso en todas sus terquedades y le haya pintado un paisaje plagado de premios, ventas y congratulaciones. (Excepcional es Historia de una novela, donde Thomas Wolfe cuenta cómo Max Perkins convirtió en El ángel que nos mira las miles de hojas sueltas que el gigantón le pasó en unas cajas de madera, y cómo el gran editor de Scribner’s le sugirió el tema y la estructura de Del tiempo y el río.) Para contar con los dedos de la mano esos casos, sin embargo, bastará con una desmedrada tertulia de mancos. El reverso de la medalla, escritores despotricando contra los carniceros mala clase que les habrían tocado de editores (como en El simple arte de escribir, de Raymond Chandler), es en cambio más corriente, por el efecto del tercer material explosivo ante todo. Mejor, para tu salud mental, evocar de cuando en cuando las palabras de tu abuelita consolándote de algún tierno chichón de la infancia: “El mundo no es justo, querido mío”.
Sé una digna sombra. La cualidad número uno del editor respetable es la capacidad de quedarse inmensamente callado. Responsabilidad, tacto, oído y un punto de vista personal son indispensables también, pero, precisamente porque cuesta mucho, saber quedarse callado tiene un punto de decencia o nobleza añadido, si es que le atribuimos nobleza a la dificultad. Es duro ser una sombra, y ni siquiera eso te lo van a agradecer, pero si eres editor es porque te gustan los libros, leerlos, tocarlos, rodearte de ellos, pensarlos, crearlos: bien, ésa y no otra ha de ser tu callada recompensa.
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