Publicado en La Primera
14 de febrero de 2010
Por César Hildebrandt
El peruano Jorge Miota fue quien, según diversos testimonios, acuñó y difundió la palabra “huachafo” como sinónimo aproximado de cursi o de mal gusto.
El otro día, en busca de un libro perdido, encontré aquel que escribió Willy Pinto Gamboa, colaborador cercano de Luis Alberto Sánchez, sobre Miota y la huachafería.
Pinto lo tituló “Lo huachafo: trama y perfil” y añadió este paréntesis: “(Jorge Miota: vida y obra)”.
El ejemplar que encontré me está dedicado y sólo mi distraída ingratitud pudo ponerlo en el estante del tercer piso, donde están los libros aparentemente menos necesarios.
Willy Pinto Gamboa fue una de las mejores personas con las que me he tropezado.
Era bastante mayor que este cronista, había estudiado en España, amaba la poesía de Pedro Salinas, era catedrático universitario y se había casado con una hermosa española que adoraba y con quien vivía en la urbanización Palomino.
Pinto me visitaba en “Caretas” cada semana y charlábamos de aquello que hoy escasea tanto: lecturas, autores, fobias y filias literarias. Era ameno, divertido y muchas veces certero y coincidíamos en nuestra adicción por el siglo de oro español.
Hace algunos años –lo supe estando lejos, como casi siempre: lejos- a este escritor, crítico e investigador se le murió la mujer, que sufría de un mal crónico del corazón.
Me contaron que, poco tiempo después, a Pinto lo mató una tristeza disfrazada de algún tipo de Cáncer. Porque, como ustedes saben, el Cáncer es muchas veces un seudónimo de la depresión.
Recordando a este hombre ejemplar que pasaba por mi oficina para hablar de literatura, he leído recién, de cabo a rabo, este libro sobre Miota publicado en 1981 (uno de los mejores trabajos de Pinto, a pesar de los innumerables descuidos del corrector).
Miota es uno de esos personajes que a Pinto le encantaba resucitar. Porque Pinto escarbaba en el olvido y de allí sacaba a los marginados, los preteridos, los pequeños malditos que a nadie entusiasmaban.
Miota fue el primero en usar la palabra “huachafo” y eso sucedió alrededor de 1908 en la revista “Actualidades”.
Todo indica que se trata de un préstamo creativo tomado del Colombianismo “guachafa”, que describe el bullicio, la bronca y el desorden y que, en algún momento no demasiado precisable, significó también algo así como fiesta ruidosa.
Y el origen de todo esto, según lo que le contó Estuardo Núñez a Martha Hildebrandt, tiene barrio y sede limeños.
Sucede que a comienzos de 1890 se afincó en Lima, cerca del cuartel Santa Catalina, una familia Colombiana de clase media más o menos arruinada.
Sucedió también que las muchachas casaderas de esa familia numerosa organizaban fiestas, entre estruendosas y desmedidas, que llamaban “guachafas”. Mucho más temprano que tarde “guachafas” ya no eran las veladas sino quienes las planeaban.
De modo que los solteros próximos al solar eran asiduos de estas “guachafas” deseosas de prosperar o establecerse por su cuenta.
De cualquier modo, pocos son los que le niegan a Miota el mérito de suavizar el diptongo original con una “h” y de oficializar el término “huachafo” para describir, fundamentalmente, aquello que imita sin éxito, que exhibe sin rubor, que pretende ser lo que no es (ni puede ser: de allí el carácter violento y condenatorio del término).
Jamás pensó Miota que la palabra adquiriría tal autoridad e involucraría a universos tan amplios y diversos.
Porque, como alguna vez reconoció el mismísimo Mario Vargas Llosa en un magistral artículo, es imposible, para cualquier peruano, librarse por completo de la huachafería, entendida como ese modo histriónico de aparentar.
Cuando Vargas Llosa escribió ese artículo –agosto de 1983-, Lima no tenía a “Eisha” como “capital del verano” –qué frase más huachafa-, ni a “Tongo” como emblema de la Telefónica –una de las empresas más huachafientas en cuanto a su publicidad-, ni a los hermanitos Yaipén como símbolos, ni a Bayly como expresión liberal.
Hoy Vargas Llosa tendría que reeditar y ampliar su Atlas de la huachafería. Hoy el Perú es tan huachafo, tan repulsivamente huachafo a veces, que el buen gusto parece una melancolía.
En 1983 hasta la pretensión de no ser huachafo pasaba por huachafería. Hoy los huachafos han salido del armario y han tomado el poder. Nadie huye hoy de la huachafería. Al contrario: se la ha adoptado porque se ha impuesto y porque es rentable. La prensa “no huachafa”, por ejemplo, parece condenada a la miseria. La TV “no huachafa” ha dejado, sencillamente, de existir.
¿Qué no es huachafo en el Perú? Nada. Hasta Dios es huachafo en el Perú del siglo XXI. Y basta con encender uno de esos programas religiosos perpetrados por sectas cristianas para entender que el cielo también ha sido tomado por asalto.
Pero volviendo a Miota, ese desconocido, habría que decir algunas cosas.
Miota González nació en Apurímac en 1870. Su padre fue militar y murió, con el grado de teniente coronel, en la heroica resistencia de San Juan y Miraflores de enero de 1881.
Miota, de ascendentes vascos, escribió numerosos artículos de tono modernista en “Actualidades”, “El Comercio”, “Prisma” y “Monos y monadas”.
Fue coetáneo y amigo de los hermanos García Calderón, de Enrique Carrillo (“Cabotín”), de José de la Riva Agüero, de Leonidas Yerovi y, entre otros, de Clemente Palma.
Fue Palma, precisamente, quien en 1913 escribió un artículo titulado “El caso del escritor señor Miota”.
La solemnidad del título tenía más de compasión que de avaricia. Porque se trataba de ventilar, por primera vez en público, la locura irremediable que había terminado por minar a Miota.
Dos años antes, en 1911, Miota se había presentado ante la embajada peruana en París y le había pedido a su amigo Francisco García Calderón, segundo secretario, una carta de recomendación para Rubén Darío. García Calderón, benévolo y distante, le dio gusto.
En su mensaje, Miota le pedía a Darío el pago de una mensualidad inverosímilmente “prometida” por el nicaragüense.
En enero de 1913, en Lima, Miota tocó la puerta de la legación diplomática de Francia y solicitó la nacionalidad francesa.
Cuando el representante del gobierno francés le preguntó en qué basaba su solicitud, Miota le contó que “en París, tiempo atrás, había sido víctima de un encantamiento” y que, por lo tanto, “merecía alguna compensación”.
Cuando Clemente Palma trató el tema ya Miota había Estado internado en un manicomio y su caso había derivado al terreno judicial porque el escritor había acusado a su madre y a un par de doctores “de secuestro”.
Nadie sabe cómo hizo Miota para convencer a su doliente madre de que debían viajar a Buenos Aires. Eso fue en 1916 y a partir de allí su rastro se pierde por completo.
Hasta la fecha de su muerte resulta incierta –unos la sitúan en 1925 y otros al año siguiente-, aunque no parece haber duda de que jamás se recuperó y que debió pasar muchas penurias. Tantas, en todo caso, como las que le amargaron la infancia a raíz de la muerte de su padre.
En el libro de Pinto hay una especie de homenaje final, entre irónico y sombrío, al acuñador del concepto “huachafo”.
Como no se sabe si Miota murió en un hospital general o en una casa de salud mental de Buenos Aires, Pinto plantea la duda citando palabras sacadas del propio paciente:
“...aunque es muy posible –escribe Pinto- que su vida se haya extinguido ‘entre negras rejas, delante de las cuales Hipócrates y Galeno marmorizados hacen su perpetua guardia’,... o ‘entre las paredes de una casa de insania, que regula a extraños autómatas’...”
Frases tan decoradas y chirriantes pertenecen a un artículo de Miota escrito para “El Comercio” 25 años antes de su muerte. El tema central de ese artículo era el manicomio estatal de Lima.
Profecía huachafa y trágica a la vez.
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