viernes, 29 de abril de 2011

La misión del escritor


Reproducido en Muladar News

Dis­curso cata­lo­gado como el más bri­llante pro­nun­ciado por Albert Camus cuando se le entregó el Pre­mio Nóbel de Lite­ra­tura en Esto­colmo, en 1958


Albert Camus

Al reci­bir la dis­tin­ción con que vues­tra libre aca­de­mia ha que­rido hon­rarme, mi gra­ti­tud es tanto más pro­funda cuanto que mido hasta qué punto esa recom­pensa excede mis méri­tos personales.
Todo hom­bre, y con mayor razón todo artista, desea que se reco­nozca lo que él es o quiere ser. Yo tam­bién lo deseo. Pero al cono­cer vues­tra deci­sión me fue impo­si­ble no com­pa­rar su reso­nan­cia con lo que real­mente soy. ¿Cómo un hom­bre casi joven toda­vía rico sólo de dudas, con una obra ape­nas en desa­rro­llo, habi­tuado a vivir en la sole­dad del tra­bajo o en el retiro de la amis­tad, podría reci­bir, sin cierta espe­cie de pánico, un galar­dón que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de ánimo podría reci­bir ese honor al tiempo que, en tan­tas par­tes, otros escri­to­res, algu­nos entre los más gran­des, están redu­ci­dos al silen­cio y cuando, al mismo tiempo, su tie­rra natral conoce ince­san­tes desdichas?
Sin­ce­ra­mente he sen­tido esa inquie­tud y ese males­tar. Para reco­brar mi inquie­tud y este males­tar. Para reco­brar mi paz inte­rior me ha sido nece­sa­rio ponerme a tono con un des­tino harto gene­roso. Y como me era impo­si­ble igua­larme a él con el sólo apoyo de mis méri­tos, no ha lle­gado nada mejor, para ayu­darme, que lo que me ha sos­te­nido a lo largo de mi vida y en las cir­cuns­tan­cias más opues­tas: la idea que me he for­jado de mi arte y de la misión del escri­tor. Per­mi­tidme que, aun­que sólo sea en prueba de reco­no­ci­miemto y amis­tad, os diga, con la sen­ci­llez que me sea posi­ble, cuál es esa idea.
Per­so­nal­mente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el con­tra­rio, si él me es nece­sa­rio, es por­que no me separa de nadie y que me per­mite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una diver­sión soli­ta­ria. Es un medio de emo­cio­nar al mayor número de hom­bres ofre­cién­do­les una ima­gen pri­vi­le­giada de dolo­res y ale­grías comu­nes. Obliga, pues al artista a no ais­larse; muchas veces he ele­gido su des­tino más uni­ver­sal. Y aque­llos que muchas veces han ele­gido su des­tino de artis­tas por­que se sen­tían dis­tin­tos, apren­den pronto que no podrán nutrir su arte ni su dife­ren­cia sino con­fe­sando su seme­janza con todos.
El artista se forja en ese per­pe­tuo ir y venir de sí mismo a los demás; equi­dis­tan­tes entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comu­ni­dad, de la cual no puede des­pren­derse. Por eso los ver­da­de­ros artis­tas no des­de­ñan nada; se obli­gan a com­pren­der en vez de juz­gar, y sin han de tomar un par­tido en este mundo, este sólo puede ser el de una socie­dad en la que según la gran frase de Nietzs­che, no ha de reinar el juez sino el crea­dor, sea tra­ba­ja­dor o intelectual.
Por lo mismo, el papel del escri­tor es inse­pa­ra­ble de difí­ci­les debe­res. Por defi­ni­ción, no puede ponerse al ser­vi­cio de quie­nes hacen la his­to­ria, sino al ser­vi­cio de quie­nes la sufren. Si no lo hiciera, que­da­ría solo, pri­vado hasta de su arte. Todos los ejér­ci­tos de la tira­nía, con sus millo­nes de hom­bres, no le arran­ca­rán de la sole­dad, aun­que con­sienta en aco­mo­darse a su paso y, sobre todo, si lo con­sin­tiera. Pero el silen­cio de un pri­sio­nero des­co­no­cido, basta para sacar al escri­tor de su sole­dad, cada vez, al menos, que logra, en medio de los pri­vi­le­gios de su liber­tad, no olvi­dar ese silen­cio, y trata de reco­gerlo y reem­pla­zarlo para hacerlo valer mediante todos los recur­sos del arte.
Nin­guno de noso­tros es lo bas­tante grande para seme­jante voca­ción. Pero en todas las cir­cuns­tan­cias de su vida, obs­curo o pro­vi­sio­nal­mente céle­bre, ahe­rro­jado por la tira­nía o libre de poder expre­sarse, el escri­tor puede encon­trar el sen­ti­miento de una comu­ni­dad viva, que le jus­ti­fi­cara a con­di­ción de que acepte, en la medida de lo posi­ble, las dos tareas que cons­ti­tu­yen la gran­deza de su ofi­cio: el ser­vi­cio de la ver­dad y el ser­vi­cio de la liber­tad. Y pues su voca­ción es agru­par el mayor número posi­ble de hom­bres, no puede aco­mo­darse a la men­tira y a la ser­vi­dum­bre que, donde reinan, hacen pro­li­fe­rar las sole­da­des. Cua­les­quiera que sean nues­tras fla­que­zas per­so­na­les, la nobleza de nues­tro ofi­cio arrai­gará siem­pre en dos impe­ra­ti­vos difí­ci­les de man­te­ner: la nega­tiva a men­tir res­pecto de lo que se sabe y la resis­ten­cia a la opresión.
Durante más de veinte años de una his­to­ria demen­cial, per­dido sin recurso, como todos los hom­bres de mi edad, en las con­vul­sio­nes del tiempo, sólo me ha sos­te­nido el sen­ti­miento hondo de que escri­bir es hoy un honor, por­que ese acto obliga, y obliga a algo más que a escri­bir. Me obli­gaba, esen­cial­mente, tal como yo era y con arre­glo a mis fuer­zas, a com­par­tir, con todos los que vivían mi misma his­to­ria, la des­ven­tura y la espe­ranza. Esos hom­bres –naci­dos al comienzo de la pri­mera gue­rra mun­dial, que tenían veinte años a tiempo de ins­tau­rarse, a la vez, el poder hitle­riano y los pri­me­ros pro­ce­sos revo­lu­cio­na­rios, y que para poder com­ple­tar su edu­ca­ción se vie­ron enfren­ta­dos luego a la gue­rra de España, la segunda gue­rra mun­dial, el uni­verso de los cam­pos de con­cen­tra­ción, la Europa de la tor­tura y las pri­sio­nes –se ven obli­ga­dos a orien­tar sus hijos y sus obras en un mundo ame­na­zado de des­truc­ción nuclear. Supongo que nadie pre­ten­derá pedir­les que sean opti­mis­tas. Hasta que llego a pen­sar que debe­mos ser com­pren­si­vos, sin dejar de luchar con­tra ellos, con el error de los que, por un exceso de deses­pe­ra­ción, han reivin­di­cado el dere­cho y el des­ho­nor y se han lan­zado a los nihi­lis­mos de la época. Pero sucede que la mayo­ría de noso­tros, en mi país y en el mundo entero, han recha­zado el nihi­lismo y se con­sa­gran a la con­quista de una legi­ti­mi­dad. Les ha sido pre­ciso for­jarse un arte de vivir para tiem­pos catas­tró­fi­cos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara des­cu­bierta, con­tra el ins­tinto de muerte que se agita en nues­tra historia.
Indu­da­ble­mente, cada gene­ra­ción se cree des­ti­nada a reha­cer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrías hacerlo, pero su tarea es quizá mayor. Con­siste en impe­dir que el mundo se des­haga. Here­dera de una his­to­ria corrom­pida en la que se mez­clan revo­lu­cio­nes fra­ca­sa­das, las téc­ni­cas enlo­que­ci­das, los dio­ses muer­tos y las ideo­lo­gías exte­nua­das; en la que pode­res medio­cres, que pue­den des­truirlo todo, no saben con­ven­cer; en que la inte­li­gen­cia se humi­lla hasta ponerse al ser­vi­cio del odio y de la opre­sión, esa gene­ra­ción ha debido, en sí misma y a su alre­de­dor, res­tau­rar, par­tiendo de sus amar­gas inquie­tu­des, un poco de lo que cons­ti­tuye la dig­ni­dad de vivir y de morir. Ante un mundo ame­na­zado de desin­te­gra­ción, en el que nues­tros gran­des inqui­si­do­res arries­gan esta­ble­cer para siem­pre el impe­rio de la muerte, sabe que debe­ría, en una espe­cie de carrera loca con­tra el tiempo, res­tau­rar entre las nacio­nes una paz que no sea la de la ser­vi­dum­bre, recon­ci­liar de nuevo el tra­bajo y la cul­tura y recons­truir con todos los hom­bres una nueva Arca de la alianza. No es seguro que esta gene­ra­ción pueda al fin cum­plir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la man­tiene, su doble apuesta en favor de la ver­dad y de la liber­tad y que, lle­gado al momento, sabe morir sin odio por ella.
Es esta gene­ra­ción la que debe ser salu­dada y alen­tada donde quiera que se halla y, sobre todo, donde se sacri­fica. En ella, seguro de vues­tra segura apro­ba­ción, qui­siera yo decli­nar hoy el honor que aca­báis de hacerme.
Al mismo tiempo, des­pués de expre­sar la nobleza del ofi­cio de escri­bir, que­rría yo situar al escri­tor en su ver­da­dero lugar, sin otros títu­los que los que com­parte con sus com­pa­ñe­ros de lucha, vul­ne­ra­ble pero tenaz, injusto pero apa­sio­nado de jus­ti­cia, rea­li­zando su obra sin ver­güenza ni orgu­llo, a la vista de todos; atento siem­pre al dolor y la belleza; con­sa­grado, en fin, a sacar de su ser com­plejo las crea­cio­nes que intenta levan­tar, obs­ti­na­da­mente, entre el movi­miento des­truc­tor de la historia.
¿Quién, des­pués de esos, podrá espe­rar que el pre­sente solu­cio­nes ya hechas y bellas lec­cio­nes de moral? La ver­dad es mis­te­riosa, hui­diza, y siem­pre hay que tra­tar de con­quis­tarla. La liber­tad es peli­grosa, tan dura de vivir como exal­tante. Debe­mos avan­zar hacia esos dos fines, penosa pero resuel­ta­mente, des­con­tando por anti­ci­pado nues­tros des­fa­lle­ci­mien­tos a lo largo de tan dila­tado camino. ¿Qué escri­tor osa­ría, en con­cien­cia, pro­cla­marse pre­di­ca­dor de vir­tud? En cuanto a mí, nece­sito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renun­ciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he cre­cido. Pero aun­que esa nos­tal­gia expli­que muchos de mis erro­res y de mis fal­tas, indu­da­ble­mente me ha ayu­dado a com­pren­der mejor mi ofi­cio y tam­bién a man­te­nerme, deci­di­da­mente, al lado de todos esos hom­bres silen­cio­sos, que no sopor­tan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de bre­ves y libres momen­tos de feli­ci­dad y espe­ranza de vol­ver­los a vivir.
Redu­cido así a lo que real­mente soy, a mis ver­da­de­ros lími­tes, a mis deu­das y tam­bién a mi fe difí­cil, me siento más libre para des­ta­car, al con­cluir, la mag­ni­tud y gene­ro­si­dad de la dis­tin­ción que aca­báis de hacerme. Más libre tam­bién para deci­ros que qui­siera reci­birla como home­naje ren­dido a todos los que, par­ti­ci­pando en el mismo com­bate, no han reci­bido pri­vi­le­gio alguno y, en cam­bio, han cono­cido des­gra­cias y per­se­cu­cio­nes. Sólo me resta daros las gra­cias, desde el fondo de mi cora­zón, y hace­ros públi­ca­mente, en prenda de per­so­nal gra­ti­tud, la misma y vieja pro­mesa de feli­ci­dad que cada ver­da­dero artista se hace a sí mismo, silen­cio­sa­mente, todos los días.

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