lunes, 25 de abril de 2011

Ternura y escritura

Fuente La Republica


Por Eloy Jáuregui

Jon Lee Anderson mira con un ojo y con el otro ve. Escribe como un poseso solo de aquello que comprueba que es verdad. Pero al contrario de otros, milita en la ternura y uno detecta su ira cual amante celoso solo cuando su gramática de periodista genético, le dicta ser cauto porque sus adverbios contundentes gozan de la ponzoña mortal de la veracidad rotunda. Extraño este ‘gringo’ que posee raza de reportero y ejerce la dignidad en una esfera de medios de comunicación putrefacto de maledicencia, especulación y trascendidos. Anderson nació en California en 1957 y hoy lo han moteado como “el herededo de Kapuscinski”, y no es cierto. Yo lo veo más como John Reed o Graham Greene.

Sus crónicas se han publicado desde hace buen tiempo en la revista The New Yorker y tiene una saga de libros que nos enseña cada día a ejercer el periodismo con honestidad y lucidez. En este verano caldeado, tengo la suerte de poder leer su último libro: “El dictador, los demonios y otras crónicas” (Editorial Anagrama, 2009). Anderson es un neurocirujano de los abismos del alma, las cuencas de los seres poderosos y los precipicios de los mansos. Por eso decía que con una fosa nasal huele y con la otra olfatea. Su escritura flexible amotina, friega, enrojece. Nadie que lo lea con atención quedará invariable o monótono. Hinca cuando retrata. Corta cuando narra.

Se escribe con furia. Ya lo sé. Pero este reportero, pata en el suelo, maneja la poética del relato y la polifonía de la odisea. Así, sus constructos adquieren el furor de las melodías afectivas. Aquello que subleva y trastorna. Lo repito, Anderson oye con un oído y escucha con el otro. Por esto y aquello hoy más que nunca –cuando el periodismo sufre de la diarrea de lo banal y venal– hay que leerlo con ímpetu y al mismo tiempo con calma. Como quien imagina un poema, como quien hace el amor. Porque este trámite descomunal le quitará ese sarro que hoy tienen los textos mediáticos. El pestilente policial, la chatura de lo deportivo, el envilecimiento de la farándula. “Abencialismo” y “magalización” para la forja de un nuevo periodista que nacerá, y perdón por la conjetura, lumpen y deshumanizado. 

Y ahora leo a Guillermo Altares de ‘Babelia’ que ha conversado con Anderson en Cartagena de Indias después de que ‘el gringo’ estuviera dos semanas en Haití, como antes en Afganistán o Bagdad. Y como cualquiera de nosotros que se dedica a enseñar periodismo, le preguntó qué recomendaría leer a los jóvenes. Lógico, Anderson dijo que Greene, Hemingway y su periodismo, John Hershey –su obra maestra, “Hiroshima”–, George Orwell, el joven Naipaul, Mark Twain. Pregunto: ¿Los conocen? Cierto, todos son novelistas, mejor, reporteros-escritores. ¿Y por qué la literatura hace maridaje con el periodismo? Lo digo. Porque le da brillo y luminosidad a ese lagar donde hoy moran los que escriben para la multitud y el rating. 

Modestamente confieso que leo poesía en ayunas, y trato de ser como ‘el gringo’. Pero igual. Una vez no me dejaban ingresar al ‘Larco Herrera’ para escribir una crónica. Me disfracé de loco y me interné en ese manicomio. Ahí comprobé la peor miseria humana. Pero también la poesía del periodismo. Por eso botaron al ministro de Salud. Y la vida fue mejor por un instante.

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