La República
19 de enero de 2011
Por Antonio Zapata
Poco después de publicar su famosa novela Todas las sangres, José María Arguedas participó de una mesa redonda en el Instituto de Estudios Peruanos (IEP), para discutir con un destacado grupo de críticos y científicos sociales. Con la excepción del lingüista Alberto Escobar, los demás participantes criticaron frontalmente la obra. El argumento más empleado fue que no reflejaba el presente ni el futuro del país, sino que constituía un trozo de su pasado.
Por ejemplo, el destacado antropólogo Henri Favre sostuvo que la novela estaba construida sobre temas de etnia y casta, cuando en la realidad peruana de esos días primaban los problemas de clase. Donde Arguedas veía indígenas, él observaba campesinos. Uno a uno los intelectuales lo fueron arrinconando y Arguedas se defendió como pudo.
Ante la silenciosa presidencia de Luis E. Valcárcel, Arguedas sostuvo que el Perú era muy diverso, que había regiones más desarrolladas que otras, pero que el gamonalismo a la antigua no había desaparecido ni de Cusco ni de Apurímac y que ahí estaba situada su novela. Pero se fue callando, hasta que Aníbal Quijano resumió las críticas y con su habitual consistencia demolió la visión de la sociedad peruana planteada por la novela. Antes de silenciarse, Arguedas en un momento exclamó: “¡Entonces he vivido en vano!”, expresando que si no entendía al Perú y su obra no era una contribución, sino lo contrario, se sentía sobrante en este mundo.
En realidad, esos eran sus sentimientos cuando esa misma noche anotó en su diario que estaba deshecho. Un grupo de científicos sociales le había explicado que no servía para nada, ni para novelista. Él sintió que le faltaban fuerzas y dio vueltas alrededor de la idea del suicidio, pidiéndole perdón tanto a Celia como a Sybilla. Pero no se mató esa noche, lo haría cuatro años después.
Por lo tanto, bastante se ha escrito sobre la relación entre los dos acontecimientos, la discusión en el IEP y el suicidio de Arguedas.
La segunda edición de la mesa redonda fue prologada por Guillermo Rochabrún, quien analiza cómo y por qué en el IEP no hubo un diálogo fecundo, sino más bien plagado de incomprensiones. Aparentemente todo está claro y no hay más que decir, la mayoría de los participantes ha fallecido y los que sobreviven no han querido abundar.
Pero quisiera plantear otra lectura de los hechos. Pienso que sí hubo creatividad. En todo caso, Arguedas les hizo caso y planteó su siguiente novela en la costa, en el puerto pesquero de Chimbote, donde se estaba dando la fusión entre el Perú criollo y el andino, que los científicos sociales le habían subrayado como el verdadero proceso social del país. Arguedas fue en busca de la problemática cuya ausencia le habían criticado.
Gracias a su sensibilidad, Alberto Escobar captó la conexión entre la mesa redonda y la última novela sobre los Zorros, en el prólogo que escribió para la primera edición de esa célebre reunión. Casi a la pasada menciona que Arguedas procesó el debate, al encarar la problemática de Chimbote. De esta manera, se habría sobrepuesto al mal sabor que le dejó esa tarde. Al suicidarse pocos años después, se quebraron sus fuerzas y se desataron viejas dolencias. Pero la mesa redonda no fue el acontecimiento que lo desmoronó, sino por el contrario, le dio alas a su última empresa intelectual.
El desgarro de esta novela postrera y la narración inconclusa –intercalada con los diarios que anuncian la muerte del autor–pueden leerse como una lucha final, una agonía, para emplear el término en su significado unamuniano. Por un lado, la racionalidad para comprender al nuevo Perú, y por el otro, sus crónicas angustias vitales, que se impusieron y lo llevaron al suicidio. Así, los Zorros de El zorro de arriba y el zorro de abajo serían los últimos vástagos de la mesa redonda del IEP.
Poco después de publicar su famosa novela Todas las sangres, José María Arguedas participó de una mesa redonda en el Instituto de Estudios Peruanos (IEP), para discutir con un destacado grupo de críticos y científicos sociales. Con la excepción del lingüista Alberto Escobar, los demás participantes criticaron frontalmente la obra. El argumento más empleado fue que no reflejaba el presente ni el futuro del país, sino que constituía un trozo de su pasado.
Por ejemplo, el destacado antropólogo Henri Favre sostuvo que la novela estaba construida sobre temas de etnia y casta, cuando en la realidad peruana de esos días primaban los problemas de clase. Donde Arguedas veía indígenas, él observaba campesinos. Uno a uno los intelectuales lo fueron arrinconando y Arguedas se defendió como pudo.
Ante la silenciosa presidencia de Luis E. Valcárcel, Arguedas sostuvo que el Perú era muy diverso, que había regiones más desarrolladas que otras, pero que el gamonalismo a la antigua no había desaparecido ni de Cusco ni de Apurímac y que ahí estaba situada su novela. Pero se fue callando, hasta que Aníbal Quijano resumió las críticas y con su habitual consistencia demolió la visión de la sociedad peruana planteada por la novela. Antes de silenciarse, Arguedas en un momento exclamó: “¡Entonces he vivido en vano!”, expresando que si no entendía al Perú y su obra no era una contribución, sino lo contrario, se sentía sobrante en este mundo.
En realidad, esos eran sus sentimientos cuando esa misma noche anotó en su diario que estaba deshecho. Un grupo de científicos sociales le había explicado que no servía para nada, ni para novelista. Él sintió que le faltaban fuerzas y dio vueltas alrededor de la idea del suicidio, pidiéndole perdón tanto a Celia como a Sybilla. Pero no se mató esa noche, lo haría cuatro años después.
Por lo tanto, bastante se ha escrito sobre la relación entre los dos acontecimientos, la discusión en el IEP y el suicidio de Arguedas.
La segunda edición de la mesa redonda fue prologada por Guillermo Rochabrún, quien analiza cómo y por qué en el IEP no hubo un diálogo fecundo, sino más bien plagado de incomprensiones. Aparentemente todo está claro y no hay más que decir, la mayoría de los participantes ha fallecido y los que sobreviven no han querido abundar.
Pero quisiera plantear otra lectura de los hechos. Pienso que sí hubo creatividad. En todo caso, Arguedas les hizo caso y planteó su siguiente novela en la costa, en el puerto pesquero de Chimbote, donde se estaba dando la fusión entre el Perú criollo y el andino, que los científicos sociales le habían subrayado como el verdadero proceso social del país. Arguedas fue en busca de la problemática cuya ausencia le habían criticado.
Gracias a su sensibilidad, Alberto Escobar captó la conexión entre la mesa redonda y la última novela sobre los Zorros, en el prólogo que escribió para la primera edición de esa célebre reunión. Casi a la pasada menciona que Arguedas procesó el debate, al encarar la problemática de Chimbote. De esta manera, se habría sobrepuesto al mal sabor que le dejó esa tarde. Al suicidarse pocos años después, se quebraron sus fuerzas y se desataron viejas dolencias. Pero la mesa redonda no fue el acontecimiento que lo desmoronó, sino por el contrario, le dio alas a su última empresa intelectual.
El desgarro de esta novela postrera y la narración inconclusa –intercalada con los diarios que anuncian la muerte del autor–pueden leerse como una lucha final, una agonía, para emplear el término en su significado unamuniano. Por un lado, la racionalidad para comprender al nuevo Perú, y por el otro, sus crónicas angustias vitales, que se impusieron y lo llevaron al suicidio. Así, los Zorros de El zorro de arriba y el zorro de abajo serían los últimos vástagos de la mesa redonda del IEP.
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