jueves, 13 de enero de 2011

Benedetti

Kolumna Okupa 
Rocío Silva Santisteban 
May 21, 2009 

En 1999 cuando Benedetti ganó el Premio Reina Sofía de Poesía escribí un artículo en la revista Somos de una soberbia solo comparable a la que hoy esgrimen sus propias plumas. Mi modesto párrafo llevaba el provocador título de “Odio a Benedetti” y, entre otras cosas, le reclamaba por ser el poeta más vendido de América Latina. Sentía que en esa categoría comercial el poeta se había “traicionado”, por eso insistía en que admiraba su posición política pero que detestaba su posición literaria. El articulito de marras me valió la defenestración de la Librería El Virrey por algunos años y la cuadrada de Chachi Sansebiero, uruguaya y amiga personal del escritor.

La ignorancia es soberbia, pero no creo que ese texto haya sido el producto típico de una ignorante, pues si a algún poeta había leído en mi vida, eran a Vallejo, Moro, Cardenal y Benedetti, en ese orden. Yo leí a Benedetti desde niña, desde mis asmáticos años de adolescente enamorada, y me había aprendido sus poemas de memoria (“Porque te tengo y no/ porque te pienso/ porque la noche está de ojos abiertos/ porque la noche pasa y digo amor…”) pero a finales de la década del 90 percibía que tanta antología y tanto libro de poesía, casi dos por año, habían devaluado una pluma a la que le exigía todo. Exactamente todo.

Ese rencor “benedettiano” (porque como diría el vals "el rencor hiere menos que el olvido”) en realidad no fue otra cosa que el envés de ese amor juvenil que, por los caprichos del tiempo y del periodismo ligero, se convirtió en un derrape. ¿Qué se puede decir y sentir cuando, a la distancia, una añora esa mirada prístina que nos permite encontrar en esos versos cotidianos, como los Poemas de Oficina, la posibilidad de poetizar la urbe y el día a día? ¿Acaso no me enamoré también de Martín Santomé, el viejo burócrata, que se había permitido un momento de locura al dejarse perder por las faldas plegadas de Laura Avellaneda?, ¿y no sufrí también con la angustia del protagonista esperando en los pasillos del hospital la muerte de su mujer en “Sábado de Gloria”? , ¿y no me despedí también con él de todos los hijos que ella se llevó, de todos los feriados, de toda la apática ternura hacia Dios?

No descarto del todo sentir una admiración mezclada con rabia. Pero ahora que Benedetti ha muerto, que para los críticos su obra se ha vuelto “cerrada”, hay una cuentas que le debo de pagar a este viejo rabioso, con cara de bueno, que me hizo entender a una tempranísima edad que la vida también es “estar jodida y radiante y también viceversa”.

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