OTROS SITIOS, OTROS CUENTOS
Publicado originalmente en El Comercio del Perú
Por: Maki Miró Quesada
Ayer se me perdió una palabra. Estaba escribiendo ficción y de golpe la palabra no estaba allí, por ninguna parte. No estaba en mi cabeza, no estaba en mi memoria, no la tenía ni siquiera en la punta de la lengua, simplemente había desaparecido del mapa.
Podía ver claramente el objeto que tenía delante y que quería describir –un objeto tan ordinario que en mi casa, y seguramente que también en la suya, estimado lector, hay una docena de ellos– y no sabía cómo se llamaba. Mi mente buscaba la palabra, al principio con curiosidad, después con desesperación y al final resignada a lo inevitable: esta palabra ya no la tenía, no era mía, la había perdido.
Ahora una cosa es que uno pierda las llaves del carro o los anteojos, eso es una parte inevitable y sufrida de esta etapa de la vida, pero otra muy distinta es tener al frente un elemento utilitario y decorativo, uno que vemos y utilizamos todo los días sin siquiera darnos cuenta, y no poder acordarnos de cómo se llama.
Después de un minuto de desconcierto la palabra volvió, pero no en español sino en otro idioma, uno que aprendí cuando tenía catorce años, o sea en un idioma que no pertenece a mi infancia. Allí la cosa se puso un poco más angustiante. Ya me acordaba cómo se llamaba (siempre supe para qué servía) pero el capítulo de ficción que estaba escribiendo era en español y esta palabra, que regresaba en otro idioma, no me servía para nada. Pensé en googlearla a menudo uso los diccionarios que ofrece el popular motor de búsqueda que al segundo, como por arte de magia, me resuelven el problema pero opté por no. “Esto es hacer trampa” me dije “ya volverá sola”.
Me recordó un episodio que les sucedió a mis padres en Italia cuando yo era niña. Mi papá quería traerme una muñeca de regalo pero no recordaba como se decía “muñeca” en italiano. Y no quería entrar a la juguetería y que pensaran que no hablaba italiano. Mi mamá, más práctica y con menos amor propio, insistía que entrara y le señalara a la vendedora lo que quería comprar, así de sencillo. Mi padre se trancó y no había forma de que transpusiera el umbral de la tienda, hasta que, después de pasar un largo rato dando vueltas delante de la puerta –un milagro que el dueño de la tienda no llamara a la policía–, se paró de golpe y dijo “¡bámbola!” con lo que, para alivio de mi madre, entraron los dos.
Pero una cosa es olvidarse de una palabra en otro idioma, otra es perder una palabra en el idioma materno. Hace años un gran escritor me dijo que al envejecer se estaba olvidando de las palabras y que lo primero que se le olvidaba eran los nombre propios. La etapa de los nombres propios ya la pasé, y no es tan grave porque los nombres más queridos no se olvidan así como así. Pero ayer por primera vez me quedé mirando fijo una lámpara sin poder acordarme cómo se llamaba, no la lámpara pues, que tampoco estoy tan mal, sino la pantalla que tenía puesta encima.
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