viernes, 29 de abril de 2011

...Y tendrá tus ojos


Fuente La República

21 de septiembre de 2008


Kolumna | Okupa



Cesare Pavese: il miglior fabbro, el más bueno, el más frágil, el que re-inventó la poesía épica con protagonistas mujeres, el que se enamoró más de la cuenta, el que se perdió en la selva umbría a la mitad del camino de su vida, el que sabía que "un clavo saca a otro clavo, pero cuatro clavos forman una cruz".
Cesare Pavese: il miglior fabbro, el más bueno, el más frágil, el que re-inventó la poesía épica con protagonistas mujeres, el que se enamoró más de la cuenta, el que se perdió en la selva umbría a la mitad del camino de su vida, el que sabía que "un clavo saca a otro clavo, pero cuatro clavos forman una cruz". Ese es el primer muerto del que me enamoré en mi vida.
Por la calle nadie revela jamás la pena que le roe la vida…
Por: Rocío Silva Santisteban.

¿Puede alguien enamorarse de quien ha muerto muchos años antes de su propio nacimiento? Pues yo he pasado por ese trance: de hecho uno de mis primeros amores fue un hombre tímido, de anteojos como armaduras, de modales extraños, flaco y alto y feo, extremadamente nervioso, de ideas fijas y amores contrariados, que gustaba hablar de las mujeres fuertes, prostitutas generalmente, que se levantan solas por la mañana y beben un desayuno frugal, y sueñan que el amante de la noche anterior las sacará de la mala vida. Ese hombre, muerto trece años antes de mi propio nacimiento, hubiera cumplido el 9 de setiembre que acaba de pasar la imposible edad de cien años. Ese hombre se suicidó en un hotel de su tierra natal, en Turín, Italia, un domingo 27 de agosto de 1950: sufría, el hombre sufría demasiado por las nimiedades de una rutina solitaria, y la muerte, que tenía tus ojos, llegó para instalarse en su cuerpo y empezar a corromperlo.
Cesare Pavese: il miglior fabbro, el más bueno, el más frágil, el que re-inventó la poesía épica con protagonistas mujeres, el que se enamoró más de la cuenta, el que se perdió en la selva umbría a la mitad del camino de su vida, el que sabía que "un clavo saca a otro clavo, pero cuatro clavos forman una cruz". Ese es el primer muerto del que me enamoré en mi vida.
El centenario del nacimiento de Cesare Pavese, el mio amore, mi padre literario, mi amante imposible, ha pasado totalmente desapercibido para la piccola escena literaria local. La ignorancia ha tenido, felizmente, algunos puntos de resistencia como la columna de Alonso Cueto, pero no he leído un artículo que pueda realmente rendirle homenaje como, de alguna manera, sí se ha realizado con otros autores como la misma Simone de Beauvoir este año que también cumple cien de nacida. De hecho, claro está, Pavese no representa un giro en el pensamiento occidental, pero sí, y esto es necesario divulgarlo, una visión completamente diferente del trabajo escriturario: en poesía con su colección titulada Trabajar cansa, en narrativa con sus historias hiperdetallistas, narradas con secuencias de ambigüedad extrema, y en sus diarios personales, cuya versión no censurada se ha publicado en español sólo hace pocos años. Pavese fue además un traductor muy intenso, quien introdujo la narrativa más importante en lengua inglesa al italiano, y un divulgador de autores como Melville, Poe, Hemingway, Fitzgerald, entre otros.
Italo Calvino, uno de sus discípulos, exégeta y amigo, ha publicado la versión completa de sus poesías reunidas, incluyendo el hermoso conjunto de poemas dedicado a la actriz norteamericana Constance Dowling titulado Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Al parecer Pavese había dejado los textos mecanografiados en un cajón de su escritorio en su despacho de la editorial Einaudi, donde trabajó al final, listos para ser entregados a la imprenta: "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos/ esta muerte que nos acompaña/ de la mañana a la noche, insomne,/ sorda, como un viejo remordimiento/ o un vicio absurdo…"
Pero estos dramáticos versos no son, en realidad, los que conforman su propuesta más definida. Por el contrario, esta intensidad ha sido el producto de una licencia que el propio poeta se ha otorgado en momentos previos a su auto-eliminación. Pues en realidad su propuesta poética, de alguna manera recogida en el Oficio de Poeta, una serie de apuntes que Italo Calvino también editó, plantean básicamente recoger "retratos" de gente común para convertirlos en íconos épicos de los proletarios del mundo, de los hombres y mujeres de a pie, cuyas vidas son ejemplares en la medida que sobreviven a la injusticia del mundo, a la inequidad de la tierra, a la postergación de los Estados y de todas las economías.
Pavese pudo retratar con increíble fuerza y naturalidad los escenarios imprescindibles para hablar de esas putas que en realidad son obreras del amor ("Esta noche regreso como mujer, vestida de rojo/ –aquellos hombres que me sonríen por la calle no saben/ que ahora estoy tendida aquí, desnuda–, regreso vestida/ a recoger sonrisas. Aquellos hombres no saben/ que esta noche tendré caderas vigorosas bajo el vestido rojo/ y seré otra mujer…"), de esos hombres que buscan por la calle una mujer que les haga compañía ("El viejo tiene la tierra durante el día y, de noche,/ tiene una mujer que es suya –que hasta ayer fue suya./ Le gustaba desnudarla, como quien abre la tierra,/ y mirarla largo tiempo, boca arriba en la sombra,/ esperando. La mujer sonreía con sus ojos cerrados…"), o de esos amantes obreros, empleados, que deben encontrar un hueco en el tiempo para desatarse las ganas ("Los dos, ante una mesita, se miran a la cara/ por la tarde y los transeúntes no cesan de pasar (…) De vez en cuando, él piensa en el inútil día/ de descanso, dilapidado en acosar a esa mujer (…) Si con su piel le toca la pierna, bien sabe/ que mutuamente se envían miradas de sorpresa/ y una sonrisa, y que la mujer es feliz. Otras mujeres/ que pasan/ no le miran el rostro, pero esta noche por lo menos/ se desnudarán con un hombre. O es que acaso las mujeres/ sólo aman a quien malgasta su tiempo por nada").
Se ha dicho, asimismo, que Cesare Pavese era ciertamente misógino por algunas de las entradas de su diario o comentarios como estos: "Lo que distingue al hombre del niño es el saber dominar a una mujer. Lo que distingue a una mujer de una niña es el saber explotar a un hombre" (Oficio de Vivir, 20-8-40) o "Las mujeres son un pueblo enemigo como el pueblo alemán"(8-10-47). Sin embargo, si escarbamos un poco más, nos daremos cuenta de que estos comentarios aparecen precisamente en los momentos de mayor inquietud ante los devaneos de sus amantes, y como le escribe a Tina, ese amor por el cual estuvo en la cárcel: "Te quiero, cariño, y te odio, para mí eres como el aire que respiro, si me faltas te maldigo lo mismo que un ahogado; me duele físicamente estar lejos de ti; para mí no eres una mujer, sino la existencia misma…". (O de V. 26-3-38).
Pero, en realidad, su relación con las mujeres fue de una pasión desbordada, que no sabía manejar por su ansiedad, que no podía controlar por su inexperiencia y su melancolía. Leyendo su diario una puede entender esa relación: "¿Para qué ha servido ese largo amor? Para descubrir todas mis taras, para probar mi temple y juzgarme. Veo ahora el porqué de mi aislamiento hasta el año 34. Sentía inconscientemente que para mí el amor sería esta carnicería (…) nadie habría soportado durante nueve meses un desgarramiento semejante. Ni ella que tanto habla: otro –cualquiera– a estas horas ya la habría matado". (O de V, 26-3-38).
La pasión desbordada con la cual asumía todas las tareas de su vida, inclusive su militancia comunista, era mucho más exacerbada ante las pasiones de la carne que se convierten, por esas comisuras de la cultura, en lo que algunos llaman amor. Como el otro César, Moro, Pavese deja en claro en su diario esta necesidad del ser humano de sufrir para realmente poder decir que ha existido. No se trata, por cierto, de una apología del sufrimiento, sino de una lucidez para asumir todas las condiciones, incluso las más desesperadas, de la vida: "La ofensa más atroz que se puede inferir a un hombre es negarle que sufra" (O de V, 5-10-1938).
Sin embargo, así como reconoce con lucidez todos los aspectos de la vida, otro de los grandes aportes de la poesía de Pavese es la construcción de una serie de mujeres fuertes como protagonistas. En los poemas "Pensamientos de Deola", "Pensamientos de Dina", "Un recuerdo", entre otros, las mujeres son representadas como fuertes, a pesar de dedicarse a la prostitución, como mujeres arrogantes, erguidas, que luchan a brazo partido por su propia libertad, mujeres trabajadoras que plisan sus faldas luego de gozar con sus hombres en la playa, que no le temen al que dirán, que no se dejan reducir por la culpa, sino que viven a sus anchas, incluso con absurdas fantasías que las mantienen vivas a pesar de la dureza de sus vidas.
De hecho uno de los poemas que más ha influenciado en mi propia vida es "Un recuerdo", pues se trata del reconocimiento, de parte de una mirada masculina, de la soltura de una mujer que seduce, se deja seducir, goza libremente, y se enamora aunque sufra, porque sabe que la vida debe vivirse con intensidad y altura.
Este poema lo leí por primera vez en 1987, en Buenos Aires, cuando en la librería El Ateneo me trajeron el hermoso libro de poesía de Pavese que aún llevo conmigo. El libro, cuyas páginas ahora ya están manchadas, rotas –mi hija en un rapto de celos, a los dos años, le rompió varias– y pegadas por los obreros de El Comercio que trabajaban en la sección de "pegoteros" que ahora ya no existe, es uno de los objetos más preciados que tengo y he tenido. Lo leo, lo releo, lo aprendo de memoria, aprendo algunos versos en italiano aunque no sepa italiano ni cómo pronunciarlo, y realmente me encanta encontrar en estos poemas una atmósfera de calma narrando las duras cotidianidades de los hombres y mujeres pobres de la región campesina del Piamonte.
Para ilustrar mejor este enamoramiento radical post mortem dejo aquí con ustedes este poema:
Un recuerdoNo hay hombre que logre dejar huellaen esa mujer. Lo que fue se desvanece en un [sueñocomo una calle por la mañana, y no queda [más que ella (…)si no fuese por su frente, fruncida por un [momentoparecería estupefacta. Las mejillas le sonríenen cada ocasión.Se abre su recio cuerpo, su mirada agavilladaa una voz queda y algo ronca: una vozde hombre cansado. Y ningún cansancio la [toca (…)Si alguien mira su boca, entorna los ojos expectantenadie cedería a su ímpetumuchos hombres conocen su ambigua [sonrisao el inesperado frunce. Si hubo algunoque la conoció quejumbrosa, humillada de [amorlo paga un día tras otro, ignorado por quienvive ella la hora presente.Sonríe ella solasu más ambigua sonrisa al andar por la calle.

La misión del escritor


Reproducido en Muladar News

Dis­curso cata­lo­gado como el más bri­llante pro­nun­ciado por Albert Camus cuando se le entregó el Pre­mio Nóbel de Lite­ra­tura en Esto­colmo, en 1958


Albert Camus

Al reci­bir la dis­tin­ción con que vues­tra libre aca­de­mia ha que­rido hon­rarme, mi gra­ti­tud es tanto más pro­funda cuanto que mido hasta qué punto esa recom­pensa excede mis méri­tos personales.
Todo hom­bre, y con mayor razón todo artista, desea que se reco­nozca lo que él es o quiere ser. Yo tam­bién lo deseo. Pero al cono­cer vues­tra deci­sión me fue impo­si­ble no com­pa­rar su reso­nan­cia con lo que real­mente soy. ¿Cómo un hom­bre casi joven toda­vía rico sólo de dudas, con una obra ape­nas en desa­rro­llo, habi­tuado a vivir en la sole­dad del tra­bajo o en el retiro de la amis­tad, podría reci­bir, sin cierta espe­cie de pánico, un galar­dón que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de ánimo podría reci­bir ese honor al tiempo que, en tan­tas par­tes, otros escri­to­res, algu­nos entre los más gran­des, están redu­ci­dos al silen­cio y cuando, al mismo tiempo, su tie­rra natral conoce ince­san­tes desdichas?
Sin­ce­ra­mente he sen­tido esa inquie­tud y ese males­tar. Para reco­brar mi inquie­tud y este males­tar. Para reco­brar mi paz inte­rior me ha sido nece­sa­rio ponerme a tono con un des­tino harto gene­roso. Y como me era impo­si­ble igua­larme a él con el sólo apoyo de mis méri­tos, no ha lle­gado nada mejor, para ayu­darme, que lo que me ha sos­te­nido a lo largo de mi vida y en las cir­cuns­tan­cias más opues­tas: la idea que me he for­jado de mi arte y de la misión del escri­tor. Per­mi­tidme que, aun­que sólo sea en prueba de reco­no­ci­miemto y amis­tad, os diga, con la sen­ci­llez que me sea posi­ble, cuál es esa idea.
Per­so­nal­mente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el con­tra­rio, si él me es nece­sa­rio, es por­que no me separa de nadie y que me per­mite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una diver­sión soli­ta­ria. Es un medio de emo­cio­nar al mayor número de hom­bres ofre­cién­do­les una ima­gen pri­vi­le­giada de dolo­res y ale­grías comu­nes. Obliga, pues al artista a no ais­larse; muchas veces he ele­gido su des­tino más uni­ver­sal. Y aque­llos que muchas veces han ele­gido su des­tino de artis­tas por­que se sen­tían dis­tin­tos, apren­den pronto que no podrán nutrir su arte ni su dife­ren­cia sino con­fe­sando su seme­janza con todos.
El artista se forja en ese per­pe­tuo ir y venir de sí mismo a los demás; equi­dis­tan­tes entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comu­ni­dad, de la cual no puede des­pren­derse. Por eso los ver­da­de­ros artis­tas no des­de­ñan nada; se obli­gan a com­pren­der en vez de juz­gar, y sin han de tomar un par­tido en este mundo, este sólo puede ser el de una socie­dad en la que según la gran frase de Nietzs­che, no ha de reinar el juez sino el crea­dor, sea tra­ba­ja­dor o intelectual.
Por lo mismo, el papel del escri­tor es inse­pa­ra­ble de difí­ci­les debe­res. Por defi­ni­ción, no puede ponerse al ser­vi­cio de quie­nes hacen la his­to­ria, sino al ser­vi­cio de quie­nes la sufren. Si no lo hiciera, que­da­ría solo, pri­vado hasta de su arte. Todos los ejér­ci­tos de la tira­nía, con sus millo­nes de hom­bres, no le arran­ca­rán de la sole­dad, aun­que con­sienta en aco­mo­darse a su paso y, sobre todo, si lo con­sin­tiera. Pero el silen­cio de un pri­sio­nero des­co­no­cido, basta para sacar al escri­tor de su sole­dad, cada vez, al menos, que logra, en medio de los pri­vi­le­gios de su liber­tad, no olvi­dar ese silen­cio, y trata de reco­gerlo y reem­pla­zarlo para hacerlo valer mediante todos los recur­sos del arte.
Nin­guno de noso­tros es lo bas­tante grande para seme­jante voca­ción. Pero en todas las cir­cuns­tan­cias de su vida, obs­curo o pro­vi­sio­nal­mente céle­bre, ahe­rro­jado por la tira­nía o libre de poder expre­sarse, el escri­tor puede encon­trar el sen­ti­miento de una comu­ni­dad viva, que le jus­ti­fi­cara a con­di­ción de que acepte, en la medida de lo posi­ble, las dos tareas que cons­ti­tu­yen la gran­deza de su ofi­cio: el ser­vi­cio de la ver­dad y el ser­vi­cio de la liber­tad. Y pues su voca­ción es agru­par el mayor número posi­ble de hom­bres, no puede aco­mo­darse a la men­tira y a la ser­vi­dum­bre que, donde reinan, hacen pro­li­fe­rar las sole­da­des. Cua­les­quiera que sean nues­tras fla­que­zas per­so­na­les, la nobleza de nues­tro ofi­cio arrai­gará siem­pre en dos impe­ra­ti­vos difí­ci­les de man­te­ner: la nega­tiva a men­tir res­pecto de lo que se sabe y la resis­ten­cia a la opresión.
Durante más de veinte años de una his­to­ria demen­cial, per­dido sin recurso, como todos los hom­bres de mi edad, en las con­vul­sio­nes del tiempo, sólo me ha sos­te­nido el sen­ti­miento hondo de que escri­bir es hoy un honor, por­que ese acto obliga, y obliga a algo más que a escri­bir. Me obli­gaba, esen­cial­mente, tal como yo era y con arre­glo a mis fuer­zas, a com­par­tir, con todos los que vivían mi misma his­to­ria, la des­ven­tura y la espe­ranza. Esos hom­bres –naci­dos al comienzo de la pri­mera gue­rra mun­dial, que tenían veinte años a tiempo de ins­tau­rarse, a la vez, el poder hitle­riano y los pri­me­ros pro­ce­sos revo­lu­cio­na­rios, y que para poder com­ple­tar su edu­ca­ción se vie­ron enfren­ta­dos luego a la gue­rra de España, la segunda gue­rra mun­dial, el uni­verso de los cam­pos de con­cen­tra­ción, la Europa de la tor­tura y las pri­sio­nes –se ven obli­ga­dos a orien­tar sus hijos y sus obras en un mundo ame­na­zado de des­truc­ción nuclear. Supongo que nadie pre­ten­derá pedir­les que sean opti­mis­tas. Hasta que llego a pen­sar que debe­mos ser com­pren­si­vos, sin dejar de luchar con­tra ellos, con el error de los que, por un exceso de deses­pe­ra­ción, han reivin­di­cado el dere­cho y el des­ho­nor y se han lan­zado a los nihi­lis­mos de la época. Pero sucede que la mayo­ría de noso­tros, en mi país y en el mundo entero, han recha­zado el nihi­lismo y se con­sa­gran a la con­quista de una legi­ti­mi­dad. Les ha sido pre­ciso for­jarse un arte de vivir para tiem­pos catas­tró­fi­cos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara des­cu­bierta, con­tra el ins­tinto de muerte que se agita en nues­tra historia.
Indu­da­ble­mente, cada gene­ra­ción se cree des­ti­nada a reha­cer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrías hacerlo, pero su tarea es quizá mayor. Con­siste en impe­dir que el mundo se des­haga. Here­dera de una his­to­ria corrom­pida en la que se mez­clan revo­lu­cio­nes fra­ca­sa­das, las téc­ni­cas enlo­que­ci­das, los dio­ses muer­tos y las ideo­lo­gías exte­nua­das; en la que pode­res medio­cres, que pue­den des­truirlo todo, no saben con­ven­cer; en que la inte­li­gen­cia se humi­lla hasta ponerse al ser­vi­cio del odio y de la opre­sión, esa gene­ra­ción ha debido, en sí misma y a su alre­de­dor, res­tau­rar, par­tiendo de sus amar­gas inquie­tu­des, un poco de lo que cons­ti­tuye la dig­ni­dad de vivir y de morir. Ante un mundo ame­na­zado de desin­te­gra­ción, en el que nues­tros gran­des inqui­si­do­res arries­gan esta­ble­cer para siem­pre el impe­rio de la muerte, sabe que debe­ría, en una espe­cie de carrera loca con­tra el tiempo, res­tau­rar entre las nacio­nes una paz que no sea la de la ser­vi­dum­bre, recon­ci­liar de nuevo el tra­bajo y la cul­tura y recons­truir con todos los hom­bres una nueva Arca de la alianza. No es seguro que esta gene­ra­ción pueda al fin cum­plir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la man­tiene, su doble apuesta en favor de la ver­dad y de la liber­tad y que, lle­gado al momento, sabe morir sin odio por ella.
Es esta gene­ra­ción la que debe ser salu­dada y alen­tada donde quiera que se halla y, sobre todo, donde se sacri­fica. En ella, seguro de vues­tra segura apro­ba­ción, qui­siera yo decli­nar hoy el honor que aca­báis de hacerme.
Al mismo tiempo, des­pués de expre­sar la nobleza del ofi­cio de escri­bir, que­rría yo situar al escri­tor en su ver­da­dero lugar, sin otros títu­los que los que com­parte con sus com­pa­ñe­ros de lucha, vul­ne­ra­ble pero tenaz, injusto pero apa­sio­nado de jus­ti­cia, rea­li­zando su obra sin ver­güenza ni orgu­llo, a la vista de todos; atento siem­pre al dolor y la belleza; con­sa­grado, en fin, a sacar de su ser com­plejo las crea­cio­nes que intenta levan­tar, obs­ti­na­da­mente, entre el movi­miento des­truc­tor de la historia.
¿Quién, des­pués de esos, podrá espe­rar que el pre­sente solu­cio­nes ya hechas y bellas lec­cio­nes de moral? La ver­dad es mis­te­riosa, hui­diza, y siem­pre hay que tra­tar de con­quis­tarla. La liber­tad es peli­grosa, tan dura de vivir como exal­tante. Debe­mos avan­zar hacia esos dos fines, penosa pero resuel­ta­mente, des­con­tando por anti­ci­pado nues­tros des­fa­lle­ci­mien­tos a lo largo de tan dila­tado camino. ¿Qué escri­tor osa­ría, en con­cien­cia, pro­cla­marse pre­di­ca­dor de vir­tud? En cuanto a mí, nece­sito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renun­ciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he cre­cido. Pero aun­que esa nos­tal­gia expli­que muchos de mis erro­res y de mis fal­tas, indu­da­ble­mente me ha ayu­dado a com­pren­der mejor mi ofi­cio y tam­bién a man­te­nerme, deci­di­da­mente, al lado de todos esos hom­bres silen­cio­sos, que no sopor­tan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de bre­ves y libres momen­tos de feli­ci­dad y espe­ranza de vol­ver­los a vivir.
Redu­cido así a lo que real­mente soy, a mis ver­da­de­ros lími­tes, a mis deu­das y tam­bién a mi fe difí­cil, me siento más libre para des­ta­car, al con­cluir, la mag­ni­tud y gene­ro­si­dad de la dis­tin­ción que aca­báis de hacerme. Más libre tam­bién para deci­ros que qui­siera reci­birla como home­naje ren­dido a todos los que, par­ti­ci­pando en el mismo com­bate, no han reci­bido pri­vi­le­gio alguno y, en cam­bio, han cono­cido des­gra­cias y per­se­cu­cio­nes. Sólo me resta daros las gra­cias, desde el fondo de mi cora­zón, y hace­ros públi­ca­mente, en prenda de per­so­nal gra­ti­tud, la misma y vieja pro­mesa de feli­ci­dad que cada ver­da­dero artista se hace a sí mismo, silen­cio­sa­mente, todos los días.

lunes, 25 de abril de 2011

Ternura y escritura

Fuente La Republica


Por Eloy Jáuregui

Jon Lee Anderson mira con un ojo y con el otro ve. Escribe como un poseso solo de aquello que comprueba que es verdad. Pero al contrario de otros, milita en la ternura y uno detecta su ira cual amante celoso solo cuando su gramática de periodista genético, le dicta ser cauto porque sus adverbios contundentes gozan de la ponzoña mortal de la veracidad rotunda. Extraño este ‘gringo’ que posee raza de reportero y ejerce la dignidad en una esfera de medios de comunicación putrefacto de maledicencia, especulación y trascendidos. Anderson nació en California en 1957 y hoy lo han moteado como “el herededo de Kapuscinski”, y no es cierto. Yo lo veo más como John Reed o Graham Greene.

Sus crónicas se han publicado desde hace buen tiempo en la revista The New Yorker y tiene una saga de libros que nos enseña cada día a ejercer el periodismo con honestidad y lucidez. En este verano caldeado, tengo la suerte de poder leer su último libro: “El dictador, los demonios y otras crónicas” (Editorial Anagrama, 2009). Anderson es un neurocirujano de los abismos del alma, las cuencas de los seres poderosos y los precipicios de los mansos. Por eso decía que con una fosa nasal huele y con la otra olfatea. Su escritura flexible amotina, friega, enrojece. Nadie que lo lea con atención quedará invariable o monótono. Hinca cuando retrata. Corta cuando narra.

Se escribe con furia. Ya lo sé. Pero este reportero, pata en el suelo, maneja la poética del relato y la polifonía de la odisea. Así, sus constructos adquieren el furor de las melodías afectivas. Aquello que subleva y trastorna. Lo repito, Anderson oye con un oído y escucha con el otro. Por esto y aquello hoy más que nunca –cuando el periodismo sufre de la diarrea de lo banal y venal– hay que leerlo con ímpetu y al mismo tiempo con calma. Como quien imagina un poema, como quien hace el amor. Porque este trámite descomunal le quitará ese sarro que hoy tienen los textos mediáticos. El pestilente policial, la chatura de lo deportivo, el envilecimiento de la farándula. “Abencialismo” y “magalización” para la forja de un nuevo periodista que nacerá, y perdón por la conjetura, lumpen y deshumanizado. 

Y ahora leo a Guillermo Altares de ‘Babelia’ que ha conversado con Anderson en Cartagena de Indias después de que ‘el gringo’ estuviera dos semanas en Haití, como antes en Afganistán o Bagdad. Y como cualquiera de nosotros que se dedica a enseñar periodismo, le preguntó qué recomendaría leer a los jóvenes. Lógico, Anderson dijo que Greene, Hemingway y su periodismo, John Hershey –su obra maestra, “Hiroshima”–, George Orwell, el joven Naipaul, Mark Twain. Pregunto: ¿Los conocen? Cierto, todos son novelistas, mejor, reporteros-escritores. ¿Y por qué la literatura hace maridaje con el periodismo? Lo digo. Porque le da brillo y luminosidad a ese lagar donde hoy moran los que escriben para la multitud y el rating. 

Modestamente confieso que leo poesía en ayunas, y trato de ser como ‘el gringo’. Pero igual. Una vez no me dejaban ingresar al ‘Larco Herrera’ para escribir una crónica. Me disfracé de loco y me interné en ese manicomio. Ahí comprobé la peor miseria humana. Pero también la poesía del periodismo. Por eso botaron al ministro de Salud. Y la vida fue mejor por un instante.

martes, 12 de abril de 2011

LUIS LOAYZA

PIEDRA DE TOQUE
Por: Mario Vargas Llosa*
Domingo 10 de Abril del 2011
Fuente El Comercio

Es un placer leer los ensayos de Luis Loayza y, a la vez, es imposible no sentir, mientras uno goza con ellos, esa melancólica tristeza que nos inspiran las buenas cosas que se acaban, que el tiempo va dejando atrás. Porque el ensayo literario que Loayza ha practicado toda su vida fue el que escritores como Edmund Wilson y Cyril Connolly en el mundo anglosajón, o Paul Valéry, Jean Pauhlan y Maurice Blanchot en Francia, o Alfonso Reyes, Octavio Paz y Ortega y Gasset en español utilizaron para expresar sus simpatías y diferencias a la vez que, al hacerlo, escribían textos de gran belleza literaria.

En nuestro tiempo, la crítica se ha apartado de esa buena tradición y escindido en dos direcciones que están, ambas, a años luz de la que encarnan los ensayos de Luis Loayza. Hay una crítica universitaria, erudita, generalmente enfardelada en una jerga técnica que la pone fuera del alcance de los no especialistas y, a menudo, vanidosa y abstrusa, que disimula detrás de sus enredadas teorizaciones lingüísticas, antropológicas o psicoanalíticas su nadería. Y hay otra, periodística, superficial, hecha de reseñas y comentarios breves y ligeros, que dan cuenta de las nuevas publicaciones y que no disponen ni del espacio ni del ánimo para profundizar algo en los libros que comentan o fundamentar con argumentos sus valorizaciones.

El ensayo al que yo me refiero es a la vez profundo y asequible al lector profano, libre y creativo, que utiliza las obras literarias ajenas como una materia prima para ejercitar la imaginación crítica y que, a la vez que enriquece la comprensión de las obras que lo inspiran, es en sí mismo excelente literatura. Para lograr ambas cosas hace falta amar de veras los libros, ser un lector pertinaz, estar dotado de lucidez y sutileza de juicio, y escribir con inteligencia y claridad.

Luis Loayza tiene todo ello en abundancia. Hasta ahora ha sido un autor poco menos que secreto, en torno al cual ha ido surgiendo una especie de culto entre los jóvenes escritores peruanos, que hacían milagros para leerlo, porque tanto sus relatos como sus ensayos habían aparecido en ediciones de escasa difusión, algo clandestinas, por el absoluto desinterés que él tuvo siempre por la difusión de su obra, algo a lo que parece haberse más bien resignado debido a la presión de sus amigos. Loayza es uno de esos extrañísimos escritores que escribe por escribir, no para publicar.

Había la idea de que, además de secreto, era autor de una obra muy breve. Pero, ahora que la Universidad Ricardo Palma de Lima ha tenido la magnífica idea de publicar dos volúmenes con sus ensayos y relatos, se advierte que esta obra no es tan escasa, que en sus casi setenta y siete años de vida Luis Loayza ha escrito una considerable cantidad de textos, que, además, tienen la virtud de ser de pareja calidad, de notable coherencia intelectual y de una gran elegancia literaria.

Yo hablo ahora de sus ensayos porque acabo de releerlos, y no de sus relatos, pues me guardo ese placer para más adelante, pero sé que también en estos últimos aparece esa prosa tan persuasiva, limpia y clara, impregnada de ideas, de buen gusto, juiciosa y delicada, que enaltece al autor tanto como al que la lee. Loayza es uno de los grandes prosistas de nuestra lengua y estoy seguro de que tarde o temprano será reconocido como tal.

Ya lo era cuando yo lo conocí, en la Lima de los años cincuenta. Aunque ahora nos veamos muy poco, no creo que haya cambiado mucho. Lector voraz, desdeñoso de la feria y la pompa literaria, ha escrito solo por placer, sin importarle si será leído, pero, acaso por eso mismo, todo lo que ha escrito exhala un vaho de verdad y de autenticidad que engancha al lector desde las primeras frases y lo seduce y tiene magnetizado hasta el final. Sus ensayos cubren un vasto abanico de temas y de autores y delatan un espíritu curioso, cosmopolita, políglota, en el que, pese a haber vivido tantos años en el extranjero – París, New York, Ginebra– ese Perú donde hace cerca de veinte años no pone los pies, está siempre presente, como una enfermedad entrañable.

Hable del “Ulises” de Joyce, de la biografía de Borges que escribió Rodríguez Monegal, o de la breve aparición de dos personajes peruanos en “Rojo y negro” de Stendhal y “En busca del tiempo perdido” de Proust, los ensayos de Loayza resultan siempre sorprendentes y originales, por la perspectiva en que los temas son abordados, o por la astuta observación que desentraña en esos textos aspectos y significados que nadie había percibido antes que él. Es el caso de la serie de estudios que consagró al Novecientos, en los que ese período de la cultura y la historia peruana resucita con un semblante totalmente inédito.

Loayza nunca hace trampas. No hay, en este volumen de casi quinientas páginas, una sola de esas frases pretenciosas en que los críticos inevitablemente caen alguna vez, para exhibir su vasta cultura, o esos oscurantismos mentirosos que disimulan su indigencia de ideas y su vanidad. Y hay, en cambio, en todos ellos, siempre, un esfuerzo de claridad y sencillez que el lector siente como una prueba de consideración y respeto hacia él, y de probidad intelectual. En los extensos análisis, como el prólogo que escribió para su traducción de las obras de De Quincey, o las dos o tres páginas deliciosas que dedica a “Simbad el Maligno”, los ensayos de Loayza son un canto de amor a la literatura. Todos ellos nos muestran, de manera contagiosa, que la literatura enriquece la vida, la hace más comprensiva y llevadera, que las obras logradas nos civilizan y humanizan, alejándonos del bruto que llevamos dentro, ese que fuimos antes de que los buenos libros, las buenas historias, la buena poesía y la buena prosa lo domesticaran y enjaularan.

Al mismo tiempo que leía los ensayos de Luis Loayza he estado hojeando los tres números de la revista “Literatura” que sacamos con él y con Abelardo Oquendo en la Lima de finales de los años cincuenta, cuando éramos tres letraheridos que aprovechábamos todos los minutos libres que nos dejaban los trabajos alimenticios para vernos y hablar y discutir con pasión y fanatismo de libros y autores. Por esa época, Loayza contrajo una curiosa alergia contra todo lo feo que se encontraba al paso en este mundo. Una desagradable exposición de pintura, una mala película, un poema vulgar, un bípedo antipático, y empezaba a ponerse muy pálido, se le hundían los ojos y le sobrevenían incómodas arcadas. Abelardo y yo nos burlábamos, creyendo que exageraba. Pero había una honda verdad en esa pose. Porque ese rechazo de la fealdad es un rasgo perenne de todo lo que ha escrito. No hay en esta colección de ensayos elaborados a lo largo de toda su vida nada que desentone, ofenda, desmoralice o disguste al lector. Y sí, siempre, una pulcritud y rigor en la palabra y en la idea que lo llenan de halago y gratitud.

Tenía algo de temor con esta reedición de “Literatura” que ha hecho la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pues pensaba que los años podían haber destrozado aquella revista juvenil. Pero, no, no hay en sus páginas nada de qué avergonzarse. Protestamos contra la pena de muerte, rendimos homenaje a César Moro –casi desconocido entonces–, polemizamos contra el realismo socialista, publicamos bellos poemas de Raúl Deustua y de Sebastián Salazar Bondy, un hermoso cuento de Paul Bowles, traducido por Loayza, y nos solidarizamos con los barbudos que en la Sierra Maestra se habían alzado contra la dictadura de Batista. Todas sus páginas expresan la inconmensurable ilusión de ser escritores alguna vez. Muy decoroso, en verdad.

En estos días en que el Perú, para no perder la costumbre, parece a punto de cometer un nuevo suicidio político, ha sido grato escapar de la cruda realidad por unas cuantas horas al día y refugiarme, gracias a Luis Loayza, en la añoranza de la juventud, la amistad y la buena literatura.
Lima, abril del 2011

(*) Escritor y Premio Nobel 2010

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sábado, 9 de abril de 2011

“Los ideales de Arguedas no son arcaicos, apuntan al futuro”

Fuente La Republica

16 de enero de 2011

Este martes 18 de enero se cumplen cien años del nacimiento del escritor José María Arguedas (Andahuaylas 1911-Lima 1969). El autor de Los ríos profundos, Todas las sangres y El zorro de arriba y el zorro de abajo dejó un legado que ahora es revalorado con homenajes nacionales e internacionales y con el anuncio de la edición completa de sus estudios antropológicos. Carmen María Pinilla, estudiosa de su obra, hace aquí un acercamiento a sus ficciones, pero también a su vida atormentada, marcada por los contrastes.

Por Cynthia Campos

“Dicen que ya no sabemos nada, que somos el atraso, que nos han de cambiar la cabeza por otra mejor. Dicen que nuestro corazón tampoco conviene a los tiempos (...). Dicen que algunos doctores afirman eso de nosotros”, escribió  José María Arguedas en 1966 en un texto que tituló Llamado a algunos doctores. Líneas después, los desafiaría: “Saca tu largavista, tus mejores anteojos. Mira, si puedes. Quinientas flores de papas distintas crecen en los balcones de los abismos que tus ojos no alcanzan, sobre la tierra en que la noche y el oro, la plata y el día se mezclan”. Arguedas lanzaba así el reto: entender el ande con una nueva mirada, una que valore la riqueza de la cultura andina como la de todas las culturas que habitan el Perú, para lograr un país, como en el título de su novela, de todas las sangres.

El reto de repensar a Arguedas sigue vigente y fue el propio Mario Vargas Llosa quien recordó al autor en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 2010. Vargas Llosa saldaba con él una deuda que tenía desde que publicó La utopía arcaica (1996) y los expertos de la obra de Arguedas, como Alejandro Ortiz Rescaniere y Rodrigo Montoya,  le salieron al encuentro. La especialista Carmen María Pinilla, miembro de la Comisión del Centenario de José María Arguedas, nos acerca a esta polémica y a la vida y obra del autor de Yawar Fiesta.

–¿Mario  Vargas Llosa ha cambiado su visión sobre la obra de José María Arguedas. Ya no la considera ‘arcaica’?

–En primer lugar, Mario Vargas Llosa admira a Arguedas. Es un admirador sincero de la obra de Arguedas y la ha estudiado a profundidad. Lo que pasa es que él considera que José María Arguedas siente alguna añoranza porque se está perdiendo la tradición andina, pero Vargas Llosa interpreta esta añoranza como un deseo de regresar a ese orden andino, de que no cambie, de que se quede congelado. Entonces, sí, pienso que con este último discurso Mario Vargas Llosa ha enmendado el calificativo de ‘arcaica’ a la utopía de Arguedas, o a los ideales de Arguedas. No son arcaicos porque los ideales de Arguedas no son regresar al pasado sino más bien utilizar valores del pasado, que existen todavía en las poblaciones actuales, herederas del pasado incaico, y que esos valores tengan una utilidad en el futuro. Por último, sería en todo caso la utopía de todas las sangres, como dijo Rodrigo Montoya.

–¿Qué hace al mensaje de la obra de Arguedas un discurso tan actual?

–Este proceso por hacer del Perú un país de todas las sangres sigue vigente y las expresiones culturales del ande también; no se opacan en absoluto con la llegada de las tradiciones occidentales. Aún ahora sucede eso. Mira, por ejemplo, en Gamarra, las creaciones de los empresarios de origen andino tienen todos los colores del ande. Fíjate en la música chicha. Nuestro idioma también está lleno de imposiciones de la cultura quechua. No es que se va a arrasar con el pasado; se está demostrando que eso no es así necesariamente. Además, Arguedas habla de segregación y discriminación, que son problemas que se viven aún ahora en todas partes del mundo, por eso lo estudian en España, en Alemania.

–Pero el mensaje arguediano ha sido aprovechado políticamente también. Alejandro Toledo, por ejemplo...

–Claro. Sin ir más lejos, también el gobierno de Fernando Belaunde. Belaunde apreció la obra de Arguedas y muchas veces se inspiró en ella, incluso lo invitó a ser director de la Casa de la Cultura. Esa es la propiedad y la actualidad de Arguedas, que es de todos y no puede ser apropiado por un partido político o un determinado sector, ya sea de derecha o de izquierda.  Es algo parecido a lo que sucedió también con la figura de Túpac Amaru en los tiempos de Juan Velasco Alvarado. Pero está bien que Toledo lo cite porque lo difunde, y en la medida que lo lees te das cuenta de que no es el mensaje de Toledo sino el de Arguedas.

Arguedas en su tiempo


–¿Cuáles son los hechos que marcan la escritura de José María Arguedas?

–Como dijo Alberto Flores Galindo, Arguedas vivió los procesos sociales más importantes del Perú en el siglo XX. Entre los 9 y 14 años vio nacer los grandes movimientos reivindicatorios del indio en la sierra. Entre los 20 y 23 años ve la serie de levantamientos de los indígenas en contra del gamonalismo, que había alcanzado altísimos niveles de explotación. Además, su padre era juez de primera instancia en Puquio y tenía que recorrer con él varias regiones en el país. Ello sin contar que, desde niño, el escritor estuvo expuesto a los contrastes. Mientras el padre salía de viaje, la madrastra en casa lo maltrataba y lo exiliaba al mundo de la cocina, con los indios. Cuando el padre regresaba, lo peinaban, lo limpiaban y lo sentaban en el comedor principal. Él pudo ver ambos mundos, del indio y del gamonal con todas las desigualdades y contrastes entre ambos, desde muy chico.

–En Lima también ve estos contrastes...

–Sí, en la década del 40 van a intensificarse los movimientos migratorios que cambian totalmente el rostro de las ciudades. Todo esto va a cambiar la situación en el ande y, coincidiendo con el empobrecimiento del agro, se produce el deseo de emigrar, de abandonar el campo, la agricultura tradicional. Esto significa un cambio total en la costa, donde Arguedas es testigo de cómo se van formando los pueblos jóvenes, las barriadas. Él frecuenta estas barriadas, tiene allí amigos músicos, folcloristas, y los visita frecuentemente. Por eso es que critica a Luis Felipe Angell (Sofocleto) cuando este publica su novela La tierra prometida, y –según Arguedas– las presenta como una realidad deformada y sin futuro. Arguedas dijo que no es así y quiso demostrarlo en su última novela El zorro de arriba y el zorro de abajo cuando presenta en el escenario del mercado a migrantes de distintas partes del Perú que caminan juntos y luchan por un proyecto común.

La realidad golpea como un río

–Se dice que uno de los mayores aportes de Arguedas ha sido revalorar la figura del indio...

–También lo creo, pero se ha prestado a exageraciones. Es un tema que le han achacado mucho, sin embargo el mismo Arguedas se defiende diciendo que él no retrata solo al indio. Él dice que para expresar al indio él tiene que expresar con la misma agudeza a los personajes que hacen del indio lo que es. Es decir, él trabaja con el mismo ímpetu al gamonal, al patrón, a los jueces, a los curas, al gendarme, etc, y los presenta a todos –incluyendo al indio– con sus virtudes y sus defectos. Su objetivo es otro. Él dice muchas veces qué es lo que le lleva a escribir. Dice que los dos grandes objetivos de su vida son mostrar una realidad desconocida –o mal conocida por los prejuicios– y luego golpear como un río la conciencia del lector. Por eso luego va a complementar su vocación literaria con la de científico social, de antropólogo.

–Una de las acciones en homenaje por el centenario es editar la obra completa de los estudios antropológicos de Arguedas. ¿Cómo va ese proyecto?

–Los esfuerzos han sido inmensos y finalmente se consiguió que el señor Humberto Damonte publique la obra antropológica de Arguedas este año, posiblemente a mediados de mayo. Mira qué importante es: la obra antropológica tiene 7 tomos, la literaria 5. Ha sido un gran trabajo, conseguir documentos de revistas, libros y archivos especializados del Perú y del extranjero.

Amistad poética

–Este año se cumple también el centenario del nacimiento del poeta Emilio Adolfo Westphalen, íntimo amigo de José María Arguedas. Usted estudió la correspondencia entre ambos. ¿Cómo era esta amistad?

–Maravillosa y alturada. En mi libro Apuntes inéditos. Celia y Alicia en la vida de José María Arguedas se reúnen numerosas cartas, muchas de ellas de Emilio Adolfo Westphalen. Y es que cuando ellos se escribían había siempre una parte dirigida a los amigos y otra parte para  las esposas. Se dirigían o bien a Celia o bien a Judith Ortiz Rescaniere, artista plástica, hermana de José Ortiz Reyes, otro gran amigo de Arguedas. En esas cartas se habla de literatura, de política. Además, cuando Arguedas está con sus alumnos quechuahablantes les da a leer poemas de Westphalen. Es un amigo muy tierno. Arguedas se preocupa mucho por las hijitas del poeta, Silvia e Inés. Se ayudan, se aconsejan.

–También se burlan de Pablo Neruda.

–(Ríe). Sí, les parece horroroso el poema que hace Neruda a Machu Picchu.

–Las mujeres jugaron un rol importante en la vida amorosa de Arguedas, pero parece quejarse siempre...

–Lo que pasa es que Arguedas era enamoradizo y enamorador. Su primer gran amor fue Celia Bustamante Vernal, pero antes tuvo varias relaciones, no tan fuertes. José María y Celia, que ya se habían conocido en la peña Pancho Fierro, se enamoran cuando ella lo visita y ayuda en la prisión El sexto, en compañía de su hermana Alicia, quien pertenecía a Socorro Rojo (organismo del Partido Comunista). Arguedas estaba preso por protestar contra un general fascista que visitó San Marcos. Viven 26 años de un matrimonio feliz para todos los que los conocieron. Pero él frecuentemente se queja de insatisfacción. A la par, tiene varios amoríos que no llegan a nada. Solo uno es importante, el romance que tiene con Vilma Ponce, en Apata (Junín), que lo ayuda a terminar Los ríos profundos. Finalmente, se enamora de Sybila Arredondo, pero también se queja de insatisfacción. Con todo, cuando él se siente decaído, enamorarse e ilusionarse le despierta la chispa de la vida.

–Pero la depresión le gana a la ilusión.

–Es característico de su tipo de personalidad. Esta personalidad que tiene sentimientos de muerte, que luego de la muerte de la madre vive en ambientes amenazantes. Con un padre casi ausente, tendrá luego problemas para mantener vínculos afectivos estables. Va siempre buscando a la mujer perfecta, virginal, algo que, evidentemente, no se puede alcanzar.

Las crisis

–Otra mujer, su terapista Lola Hoffmann, es fundamental también.

–Sí, a partir de los años 60 él comienza terapia con Lola Hoffman. Arguedas dice que es ella quien le da el empuje para terminar su matrimonio con Celia. Pero luego Lola entrará en crisis también; muere su pareja sentimental y luego tendrán que quitarle un ojo por un problema de glaucoma. Esto afecta a Arguedas profundamente; su temperamento es bastante sensible.

–Bastante sensible a las críticas también. La mesa redonda sobre Todas las sangres en el año 65 lo hirió de muerte...

–Esas críticas en el Instituto de Estudios Peruanos fueron devastadoras, pero no creo que hayan sido determinantes de su decisión de suicidio. Su situación afectiva, el problema de Lola Hoffmann –su ‘mama Lola’–, la situación política y social, el hecho de que siente que otros han hecho cosas mejor que él –como la traducción de los mitos de Huarochirí–, todo ello hace que no soporte más. Es curioso, en el psicoanálisis se ve que las personas que han tomado esta decisión radical sienten tranquilidad. Eso al parecer le ocurrió a Arguedas pues antes de morir hizo llamadas para despedirse de sus seres queridos, dio recomendaciones, escribió cartas.

Lo que dice en el último diario, incluido en El zorro de arriba y el zorro de abajo, lo corrobora. “He sido feliz en mis llantos y lanzazos porque fueron por el Perú; he sido feliz con mis insuficiencias porque sentía el Perú en quechua y en castellano (...). En la voz del charango y de la quena lo oiré todo”. Sí lo oyó. Pero fue después de que sus amigos trasladaron su cuerpo a escondidas para que fuera enterrado en su tierra, Andahuaylas. Lo oyó todo:  las danzas, los charangos, las quenas y los cantos.

En el Perú y el extranjero

El martes 18, el Congreso de la República realizará un homenaje a José María Arguedas, que será iniciado con la parte musical de Máximo Damián y Jaime Guardia. Seguirán las ponencias de expertos como Carmen María Pinilla. El miércoles 19, se inaugurará la muestra bibliográfica ‘Poética de un demonio feliz’, en la Biblioteca Nacional. Allí mismo se abrirá la mesa redonda ‘Literatura y realidad andina en la obra de José María Arguedas’. El mismo día, la Universidad Agraria de La Molina rendirá otro homenaje, también con mesas redondas y testimonios. La revaloración de la obra del autor de Agua también será internacional. En Cuba ya se alista otra serie de actividades, convocada por la Casa de las Américas. En Roma, la Asociación Cultural Nuevo Horizonte también prepara un homenaje.

sábado, 2 de abril de 2011

El bebito de Eloy

 
Sábado 02 de abril 2011
Fuente: diario Trome
 
El Búho admira la “pluma” de uno de los mejores periodistas del Perú. 


Para este Búho, Eloy Jáuregui no solo es un buen amigo. Es, ante todo, un maestro. Eloy fue mi maestro cuando ni siquiera lo conocía personalmente. No sabía que tenía un look setentero y sonrisa de “niño tumbafiesta”. Cuando ni siquiera imaginaba que iba a ser periodista, leía con gozo sus columnas en la sección Deportes, de un diario que hoy yace en el cementerio de papel. Siempre he pensado que Jáuregui representa esa explosiva mezcla de barrio y grandes lecturas en el cerebro de un pata de esquina, con mucha calle. Que los convierte en tipos de otro planeta. Salvando las distancias, como lo fue el genial escritor norteamericano Charles Bukowski. Al maestro lo veo muy de vez en cuando, pues ahora también se dedica a la docencia universitaria y anda “enchufado” en su computadora navegando por las redes sociales como un Quijote buscando a su Dulcinea. Pero lo encontré, la semana pasada, con un bebito en brazos. Maestro, ¿a su edad con un bebé?, lo interrogué. Pero no era su “conchito”, sino su libro. “Pa” bravo yo: La historia de la salsaen el Perú”.

Eloy te sumerge con su gran prosa y, sobre todo, su erudición sobre el mambo, el son y la salsa, porque el escritor confiesa en su “obertura”: “Siempre sueño que canto con mi orquesta a la manera de Tito Rodríguez. Que en una mesa, él toma un trago y yo inspiro un guaguancó. Pero el Creador me mandó meterle mano a las teclas”. Jáuregui sabe perfectamente de lo que habla. Fue coincidencia que el libro saliera justo cuando los viejos ídolos de “La Fania” llegaban al estadio de San Marcos. Eloy vivió ese sentimiento de chibolo, lateadas por bares y salsódromos, o de adolescente, leyendo a Cabrera Infante, Carpentier, el denso Lezama Lima, como lo sostiene un gran amigo y otro bravo de la salsa: Agustín Pérez Aldave. Por el libro corre “Pedro Navaja” apretando un puño dentro del gabán. El gran Ángel Canales brinda un alucinante concierto en las pampas de San Juan de Miraflores, a dos meses del autogolpe de Fujimori, el 5 de abril de 1992. Los ojos del cronista se transforman en pinceles para darle a las páginas formas de partituras de sones y guarachas, donde no falta un bolero de Olga Guillot. Nueva York, Cali, el Callao y Surquillo pasan ante nuestros ojos de manera mágica. Leí el libro bailando en la sala de mi casa con mi hijita, tomado un “Cuba libre” bien cargado y sin limón. Según Pérez Aldave, Jáuregui está gestando un nuevo tipo de estilo: “Al estilo de Carlos Monsiváis, al estilo del país que todo fusiona. Con maña de cronista, poeta, humanista, pelotero, bolerista y patita de barrio”. Que por eso dice “historia de la salsa en el Perú”. Un primer intento que hace rato el país, Varguitas y “Melcochita”, merecían. El cronista nos traslada a los años 40, en La Victoria, en el célebre jirón Huatica, ocho cuadras de lupanares, de prostíbulos que incendiarían la mente de un escritor como Mario Vargas Llosa. La “Nanette”, donde caían todos los periodistas “putañeros”, también es la cuna, según Eloy, donde la música latina empieza a reinar. El Trío Matamoros, El Cuarteto Caney y otros bravazos van a iniciar ese fenómeno, que luego se llamaría salsa. Libros como los de Eloy hacen que uno nunca deje de leer, escuchar música brava, bailar y gozar. “Porque la vida es una tómbola tom-tom-tómbola.¡Tómbola!” 

Apago el televisor.