lunes, 20 de julio de 2009

La Novela Negra y sus Vaivenes


NOVELA NEGRA
Colores y sabores del crimen

Novela negra. Una manera de seguirle el rastro a los criminales más famosos o detectives célebres es ir tras sus pasos por las cocinas y los restaurantes que frecuentan, por la marca de sus vinos o el aroma de sus guisados. Así lo han entendido muchos escritores de novela negra que han dotado de pasiones gastronómicas y sibaritas de personajes
Por: Enrique Sánchez

Aunque la tradición clásica los inclinó más a los copetines y las barras de las tabernas, los personajes de la novela negra se ocupan también de sus preferencias gastronómicas. Si un detective puede cascarle los huesos a un rufián tendrá paciencia como para prepararse un platillo de implicancias desconocidas. Perry Smith y Dick Hickock, los asesinos en los que se inspiró “A sangre fría”, de Truman Capote, tenían debilidad no solo por el crimen sino también por la comida. Antes de la matanza, comieron dos menús elocuentes: bifes sangrantes, papas fritas, macarrones, succotash (un guiso de maíz) y ensalada, con aros de cebolla y un aderezo de salsa picante. De postre: dos bollos de canela, tarta de manzana y café. Compraron, además, jelly beans, unas pastillas dulces y blandas, y partieron hacia su sangriento destino. Eso era “trabajar” con el estómago satisfecho.

DETECTIVES A LA CARTA
Contraviniendo los cánones de la novela que aseguran que los detectives solo beben rústicos vasos de whisky cuando no proletaria cerveza, hay uno que es todo un sibarita. Pepe Carvalho es un detective marxista, ex agente de la CIA y gourmet. Es el personaje de las novelas del español Manuel Vázquez Montalbán. En “El Balneario” (1986), el detective aparece con los triglicéridos altos, el azúcar subida y los lípidos por reventar, se va entonces a un spa para ayunar.

Los otros huéspedes, para romper la nostalgia por la comida, ven programas gastronómicos por la televisión e intercambian recetas de cocina. Aquí Carvalho confiesa sus pecados nutricios, reconoce entusiasmarse con el bacalao, las alubias blancas (una variedad de frejol blanco) con almejas, papas con chorizo a la riojana, brioche con foie gras al tuétano, arroz a la tinta de sepia, pudding de merluza y mejillones de roca.

Encima, vinos blancos o tintos del Marqués de Griñón. Vázquez Montalbán lo ha disculpado: dice que su detective es capaz de acudir a su cocina incluso de madrugada, pues cocina como terapia.

Raymond Chandler ponía en boca de su no menos famoso detective Philip Marlowe, bebedor de gimlets (cóctel de gin o vodka con jugo de lima) la siguiente máxima: “El alcohol es como el amor. El primer beso es mágico, el segundo es íntimo, el tercero rutinario. Y después la desvistes”. Whisky y gin eran los tragos recurrentes de este detective. El whisky para beberlo solo y el gin para empinarlo con cocteles como el gimlet.

En “El largo adiós”, Marlowe se topa con el borracho más amable que ha conocido en su vida, Therry Lennox, un ebrio millonario. Aquí, gentil bebedor, Marlowe enseña a los lectores a preparar un gimlet pero también un buen café para las resacas, con detalles meticulosos.

Marlowe lo tomaba con un chorro de leche y dos terrones de azúcar, pero su amigo Lennox con unas gotas de whisky. Dashiell Hammett también tenía su héroe, igualmente bebedor, Nick Charles, el detective de “El hombre flaco”, que nunca tomaba desayuno si no lo precedía de un par de tragos.

Nick usaba sus nudillos y su ingenio en la época de la prohibición pero siempre se daba maña para ir a una cantina clandestina o, si no, apelaba a su reserva personal: pegada a su arma llevaba una petaca con whisky añejo.

AL BRITÁNICO MODO
Agatha Christie tenía mala dentadura pero, en cambio, masticaba bien. En “El pudding de Navidad”, Hércules Poirot, abandona su solitario festejo navideño y va a una residencia en la campiña inglesa para resolver el robo de una joya. Allí lo espera un festejo con pavos, manjares y mucho champán, pero todos están a la espera del pudding de ciruelas que da nombre al cuento. Este es un postre complejo. Lleva caldo, carne, ciruelas, especias y vino, espesados con pan duro. A las ciruelas, las almendras, pasas, frutas y el jengibre se añadían monedas de oro o alguna pequeña alhaja. El desenlace tiene que ver con esa joya.

Sherlock Holmes, en cambio, era un gentleman inglés de pura cepa, pero vivía en un piso alquilado y en medio del desorden, donde se revolvían su capa, su pipa y su celebérrima lupa. Y aunque tenía conocimientos culinarios y buen paladar, sus cacerolas solo se prestaban para experimentos químicos. Quien lo alimentaba era la señora Hudson, portera del edificio de Baker Street. Ella le llevaba el té, le preparaba buenos guisos de jamón y perdices, y le alcanzaba vasos de borgoña, oporto o brandy, además de sus exquisitas cookies. Sherlock era muy sutil pero frugal, por eso era flaco.
El Comercio, 19 de julio de 2009

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