martes, 3 de noviembre de 2009

Escribiendo y Construyendo la Nación peruana

Escribir la ficción, escribir la nación: el espejo roto de Ricardo Palma

GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU

La constante proximidad de los términos nación y ficción en estudios teóricos, en ensayos críticos, en investigaciones históricas, nos da, quizá, un buen indicio sobre la naturaleza de ambos: sobre el elemento ficticio que subyace a la formación de todas las naciones, y sobre el sesgo nacional, e incluso nacionalista, con que nuestra época entiende la literatura. Ficción y nación son términos profundamente entretejidos, acaso ya inseparables. Aunque la genealogía de su relación en Occidente se remonta al temprano romanticismo alemán e inglés, y al tardío romanticismo francés —el de Ernest Renan, por ejemplo, el autor de «¿Qué es una nación?»—, en el terreno de la especulación teórica contemporánea, cuatro autores parecen fundamentales para explicar la avalancha de estudios que, en América Latina, se ocupan del vínculo entre ficción y nación. Curiosa o sintomáticamente, ninguno de ellos es latinoamericano.

Uno es Eric Hobsbawm, el historiador inglés que acuñó la idea de «invención de la tradición» para referirse al mecanismo por el cual las naciones, y peculiarmente los Estados nacionales modernos, reforman sus memorias históricas y las reelaboran en función de las premisas que rigen su aspiración colectiva (o, mejor incluso, para dar vida a tal aspiración). Al inventar un pasado compartido, ellos inventan el colectivo mismo, se inventan, proyectando sobre el pasado la sombra del ideal nacional, en una flagrante reescritura oficial de la historia. Un ejemplo notorio, por exageradamente artificial, viene a la mente: la arbitrariedad con que Fidel Castro quiso imponer en su revolución la figura del «hombre nuevo», acuñada por Ernesto Guevara, como, simultáneamente, un ideal futuro y una plasmación de rasgos ya inherentes al cubano. La nación de «hombres nuevos», así, habría de ser a una vez el telos de la revolución y la cristalización de un proceso iniciado antes de ella, con Martí, por ejemplo, de modo que figuras como la de Martí fueran incorporadas a la ficción nacional revolucionaria. (Esa versión de la «invención de una tradición» Borges la hubiera podido llamar «Fidel y sus precursores»).

Otro peldaño en esta escalera lo colocó Benedict Anderson, el historiador estadounidense, profesor recientemente jubilado de Cornell University y hermano del también célebre Perry Anderson. Benedict fue el autor de un texto convertido ya en clásico del tema y cuyo título se ha vuelto casi sinónimo de nación: Imagined Communities (Comunidades imaginadas).2 La espina dorsal del argumento de Anderson es la idea de que las naciones modernas surgieron, en gran medida, gracias a la explosión de lo que su teoría llama el «capitalismo impreso», y que supone la coincidencia, en el siglo diecinueve, de diversos fenómenos. El telón de fondo de la coincidencia, y su instrumento principal, es por supuesto anterior al siglo diecinueve: la imprenta. Los elementos propiamente decimonónicos son la producción masiva de periódicos y otras publicaciones capaces de alcanzar a grandes cantidades de gente en grandes extensiones de territorio más o menos simultáneamente: los diarios permiten a un habitante de una remota provincia leer los acontecimientos de otra, y compartirlos, intuir que los sucesos ocurridos en lugares hasta entonces ajenos son en verdad parte de una historia contemporánea y propia.

El mismo siglo diecinueve, dice Anderson con giro benjaminiano, vio también la coincidente aparición de una forma de novela abarcadora, totalizante, cuya narración se desenvolvía en un «tiempo homogéneo y vacío»: las grandes ficciones realistas decimonónicas, en las que se retrataban diversas acciones de diferentes núcleos de personajes, aparentemente inconexas, líneas argumentales que se iniciaban en paralelo y eventualmente se entretejían, pero que ofrecían al lector una mirada panorámica de la forma de una sociedad como aquella en la que él vivía. La novela de este tipo, dice Anderson, otorga a su audiencia la visión de un tejido social microcósmico que es análogo al tejido social en que habita esa audiencia. En los casos más perfectos, además, la novela así constituida tomaba como referente directo a esa misma sociedad, de modo que se convertía en un ficcional reflejo de la pequeña comunidad a la que pertenecían y de la gran comunidad a la que imaginaban pertenecer sus lectores. La idea de imaginación, entonces, se hace crucial en Anderson: es al imaginar la nación que la nación aparece, como una proyección, como un holograma creado por la mente de muchos lectores concomitantemente.

El tercer peldaño, como el anterior y como el siguiente, lo colocó también un intelectual estadounidense, marxista como Anderson, Fredric Jameson, quien postuló, aunque de modo dudoso (y curiosamente ahistórico viniendo del propulsor del lema «historizar, historizar, historizar») la idea de que todas las ficciones escritas en el tercer mundo eran alegóricas, y que lo eran de un modo peculiar: eran, siempre y sin excepciones, alegorías de la nación.3 El razonamiento de Jameson fue la conclusión, aparentemente inevitable, de su visión de lo que él, con gesto grueso y generalizador, llama, como otros, el «tercer mundo».4 Para Jameson, una diferencia clave en la organización de las sociedades del «primer mundo» y el «tercero» es el hecho de que en estas últimas, debido a su posición de retaguardia en el proceso del capitalismo tardío, no se ha alcanzado aún el punto de separación entre lo que Habermas llama la esfera pública y la esfera privada de las sociedades modernas. El escritor tercermundista es, en Jameson, uno que, empecinado en contar historias privadas (quizá porque conscientemente no tiene ni la aspiración ni la capacidad de reflexionar a nivel macro), cae siempre, paradójicamente, como un Sísifo de llamativo poder creativo, en el precipicio de la representación pública: sus historias pueden pretender ser narraciones de lo individual, lo personal, lo íntimo, y en efecto mostrar solo eso en su cara más evidente, pero les es inevitable, en función de la no separación de las esferas habermasianas, convertirse, en el fondo, en representaciones de la esfera pública de las naciones de esos autores y de sus personajes. La relación entre la historia literal, la de los sujetos en el texto, y la historia escondida, la de los grupos sociales en el seno de la nación, la reconoce Jameson como alegórica (difícil entender por qué, puesto que, ya entregados a pensar en el tema, una relación tal, de darse, resuena más bien como similar a la narración tipológica en que pensaba Lukács, en la que los sujetos, sin perder su individualidad, alcanzan también a ser signos de los grupos sociales a los que pertenecen).

¿El cuarto hito? También es un libro cuyo título ha devenido nombre en clave del fenómeno al que estudia, Foundational Fictions (Ficciones fundacionales), de una profesora de Harvard, Doris Sommer.5 La idea principal de su libro es la propuesta de que, durante el siglo diecinueve, en las décadas inmediatamente posteriores al triunfo de los movimientos emancipadores de América Latina, la narrativa del continente fue el principal campo de batalla para la extensión y coronación de los discursos hegemónicos nacionalistas promovidos por las élites criollas de cada uno de nuestros países. El impulso de los tres intelectuales que mencioné antes es evidente en Sommer: la invención de tradiciones, al estilo de Hobsbawm; la novela como espejo en el que la sociedad puede intuir sus propios rasgos y acaso completarlos imaginariamente, al modo de Anderson; la creencia en la cuasi inevitabilidad del impulso a alegorizar la nación a través de ficciones que, superficialmente, cuentan casi siempre historias personales, conyugales o familiares, es decir, la ficción privada como relato cifrado del discurso público, siguiendo la impronta de Jameson.

El corpus de Sommer es variado: va desde las narraciones sui géneris de Hernández o Sarmiento en la Argentina hasta novelas de cuño romántico como Sab, de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, o María, del colombiano Jorge Isaacs, e incluye épicas urbanas de un tono que se balancea entre el realismo y el costumbrismo, como la célebre Martín Rivas, del chileno Blest Gana, y llega hasta el siglo veinte con reinvenciones reflexivas del género como Las memorias de Mamá Blanca de la venezolana Teresa de la Parra. El fuerte del análisis de Sommer está precisamente en las novelas, donde le resulta más fácil expandir el aliento explicativo de su teoría. Se trata, afirma Sommer con tono, en este caso, abiertamente foucaultiano, de ficciones en las que las relaciones eróticas entre los personajes, muchas veces hombres y mujeres de clases distintas (como en Blest Gana), etnias apartadas (como en Avellaneda) o religiones diversas (como en Isaacs), representan los intentos de vinculación, aproximación y reordenamiento de los diferentes grupos sociales en las embrionarias naciones latinoamericanas de ese largo periodo, pero siempre desde el punto de vista de los discursos de las clases hegemónicas. Sommer, hay que decirlo, tiene una versión limitada y acaso pregramsciana del concepto de hegemonía, en el que esta no es tanto el campo de interrelación de discursos complejamente conectados pero también, muchas veces, enfrentados y contradictorios, sino una fuerza monolítica desatada sobre fuerzas menores y casi mudas de oposición, que acaban por diluirse ante el impulso de la primera.

Hay muchas cosas que objetarle a esta teoría. Las más evidentes son dos. La primera, que su concepto de alegoría supone una forma homogénea y sin fisuras, un impulso siempre unificador, lo que hace que sus lecturas críticas tiendan a borrar las heridas y cicatrizar los hiatos de las ficciones estudiadas, construyendo totalidades allí donde, con otros anteojos, uno podría percibir enfrentamientos y disonancias. Su teoría no le permite distinguir los impulsos contraventores al interior de esas novelas: la recuperación de la otredad de lo indígena, en Sab; o la reivindicación de la diferencia judía, en María, por citar dos ejemplos. En Sommer, todo lo que es contrahegemónico se hace imperceptible. La segunda carencia de su planteamiento es que le otorga a la novela latinoamericana una preeminencia clara en la formación de las imaginaciones nacionales del continente, a pesar de que una rápida revisión de los factores reales y objetivos en los que esas novelas fueron publicadas y leídas, como he señalado en otro artículo, demuestra que su alcance fue minúsculo y muchas veces, incluso, casi inexistente.6

TRADICIONES PERUANAS: UN ESPEJO EN TRIZAS

A los peruanos, por otro lado, leer el libro de Sommer nos deja con una interrogante obvia: cómo es que no hay ninguna «ficción fundacional» peruana en el corpus acopiado por la profesora en Foundational Fictions, un corpus que es, muy al estilo estadounidense, exhaustivo en querer tomar algo de cada tradición representativa para dotar a su teoría de un amplio poder explicativo. Hay quien cuenta que la versión original del libro incluía un capítulo sobre Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner, y que algún crítico peruano, recibiendo de Sommer el encargo de evaluar el trabajo antes de su publicación, tuvo el buen sentido de hacerle ver a la autora que la novela de Matto había sido siempre en el Perú, desde su primera publicación, básicamente, el título celebérrimo de un libro que casi nadie jamás leía, y que, por lo tanto, ningún sentido tenía otorgarle algún tipo de valor fundacional en el proceso de establecimiento del Estado nación moderno en nuestro país. El hecho es que, como los parientes pobres de la familia, los peruanos nos quedamos sin asiento en el banquete de los «romances nacionales».

Pero podemos poner a funcionar ese vacío interesante en el corpus de Sommer: la consolidación de un proyecto de nación en el Perú no se ha dado, pero tampoco es claro que se haya dado en muchos otros países de América Latina. Nuestra falta de «romance nacional» no parece diferenciar nuestro fracaso del fracaso de los demás, y, si uno mira con cuidado, tal vez podamos concluir, así, que las ficciones fundacionales no fueron decisivas en esos procesos, ni como coadyuvantes ni, mucho menos, como obstáculos.

El centro de nuestro canon para el mismo periodo que Sommer registra en su estudio fueron muy probablemente las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, narraciones mucho menos abarcadoras, una por una, que las novelas que se estudian en el tratado de Sommer, bastante más fragmentarias que cualquiera de aquellas, pero a la vez dueñas de un poder referencial directo, libres de la necesidad de alegorizar (si es que son alegorías las de aquellos otros libros, cosa que dudo, como he explicado en más de un artículo, por razones similares a las que he expuesto aquí para dudar del carácter alegórico de las novelas tercermundistas a las que alude Jameson7). Y, adicionalmente, las Tradiciones peruanas tienen otras dos cualidades sugerentes y subyugantes para cualquiera interesado en estos asuntos: primero, que su fragmentación narrativa les permite ofrecerse como un enorme mosaico de historias que van copando solo en parte los vacíos de la representación de su objeto, construyendo un gran referente a partir de minúsculas intervenciones en la historia, pero sin jamás consolidarlo en un discurso único e inconsútil; y segundo, que las Tradiciones peruanas fueron escritas a lo largo de mucho tiempo, de hecho, a lo largo de todo el periodo crucial y definitorio del proceso imaginario de construcción de la nación peruana y del proceso real de construcción de nuestro Estado en la segunda mitad del siglo diecinueve y los primeros años del veinte. La obra de Palma no es solo una reconstrucción voluntaria de nuestro pasado a partir de la modificación de nuestra memoria tradicional, sino que, me atrevo a decir, supone también una crónica de las vicisitudes de esos dos procesos en paralelo a las vicisitudes de la escritura misma de la obra.

Dudo que, dadas las limitaciones de su recepción, las «ficciones fundacionales» hayan tenido un valor crucial en la imaginación nacional de las sociedades latinoamericanas; creo, en cambio, que las narraciones breves de Palma, de tono cambiante según él fue transitando de los límites aprendidos del romanticismo a los límites autoimpuestos del género que él mismo estaba forjando, merecedoras casi siempre de una gran respuesta de lectoría en el Perú de su época, y, a lo largo de muchas décadas, centrales en la construcción de nuestra autopercepción como entidad histórica (son ellas mismas otro gran ejemplo de la «invención de la tradición» de Hobsbawm), sí pueden haber contribuido a la consolidación de muchos discursos destinados a sembrar ciertas ideas de lo peruano en diversas capas sociales de nuestra sociedad: las Tradiciones, hay que recordarlo, provienen en parte del lore popular, y, esto es aun más importante, han regresado a él bajo la forma de nuevas narraciones orales de transmisión igualmente popular.

Su alcance rebasa el límite de lo letrado, desde su origen hasta ese punto de llegada donde se reinscriben en la oralidad, con una fuerza genética que solo podemos reconocer, antes de él, en la filtración fragmentaria de las ideas del Inca Garcilaso, que también provienen parcialmente de la oralidad y, mediadas por lecturas ajenas, retornan a ella (en el caso del Inca, uno de esos mediadores fue, claramente, el mismo Palma). Las Tradiciones, como los Comentarios, son productos acabados dentro de los confines de la «ciudad letrada», pero también han tenido la fuerza de recolocarse, al menos en parte, al menos algunas de ellas, más allá de esas fronteras (allí está el melifluo relato de la muerte de Atahualpa, las historias de pacíficos matrimonios interculturales, la virilización extrema de la figuras de los libertadores, el blanqueamiento profundo de los relatos independentistas). Son, quizá, lo más similar que podemos rastrear en el siglo diecinueve a esa cultura de los grandes medios masivos que, con hálito prestado de Benedict Anderson, pero minuciosamente adaptado y contextualizado a las circunstancias de los países latinoamericanos, Jesús Martín Barbero ha estudiado en la producción y recepción de los discursos de la televisión o de la radio en el siglo veinte.8

Y después de Palma, es imposible detectar la presencia de otra obra literaria que haya dejado sus señales en algún sector de la imaginación popular peruana con tanta fuerza. Quizá porque nadie después de él ha tenido el desparpajo de creerse capaz de lidiar con toda la cronología de lo peruano —lo republicano, lo prerrepublicano, lo prehispano— como lo tuvo él; quizá porque nadie ha vuelto a creer que fuera lícito diseñar una sola cronología con esas historias fracturadas, inventando una sola tradición allí donde se perciben muchas; quizá porque la sofisticación de las narrativas contemporáneas las ha alejado más y más de cualquier posibilidad de dejar una huella en el imaginario de la calle; quizá porque nuestra tradición se ha compartimentado hasta el punto en que pocos son los autores que se deciden a representar clases sociales, etnias, culturas ajenas; o quizá porque, precisamente, nuestros escritores notan ahora, o sospechan, que la mayor parte de lo peruano les es ajeno.

Junto al programa de releer a Palma, y saldar la deuda con él en busca de nuestras propias «ficciones fundacionales», fuera del marco teórico de Sommer, tarea que, pienso, la crítica deberá emprender tarde o temprano con las nuevas armas teóricas que, con las objeciones que les he puesto, nos brindan Hobsbawm, Anderson o Martín Barbero (y, claro, muchos otros, como Ángel Rama o Antonio Cornejo Polar), deberíamos plantearnos algunas preguntas fundamentales, hasta ahora, pienso, no suficientemente formuladas: ¿por qué nuestra más abarcadora «ficción fundacional» es también el retrato más quebrado, el espejo más roto que tenemos de nuestra historia? ¿Es Palma uno de nuestros grandes centros de gravedad canónicos, y el crucial del siglo diecinueve, precisamente por (y no a pesar de) su irremisible tendencia a la fragmentación, a la imposibilidad de compleción? ¿Fue acaso la quebrazón, la parcialidad, la imposibilidad de construir un solo gran retrato de la nación peruana, el gran gesto realista de las Tradiciones?

Probablemente, olvidándonos del dudoso factor alegórico, podamos todavía recoger la idea más elemental de Sommer, y también de Anderson, aquella según la cual es posible rastrear una correspondencia analógica entre la forma del discurso de la «ficción fundacional» y la forma de la sociedad que representa, pero dándole un sesgo distinto. En las Tradiciones no cabría buscar tanto (o no solamente, como ha ocurrido hasta hoy) el designio de plasmar un discurso hegemónico destinado a suturar los vacíos de la sociedad representada, y de la historia imaginada, dotándolas de una unicidad ansiada desde la élite criolla, sino el ejercicio de construir una unidad que es, siempre y a cada paso, imposible de alcanzar. Palma sería, entonces, más que el centralista reinventor de la historia peruana, el frustrado descubridor de una verdad: que la historia de un país fracturado solo puede ser, ella misma, una recolección de huesos rotos.

Notas
1 Crítico cultural y profesor de literatura latinoamericana en Bowdoin College, Maine (Estados Unidos). Fuera del Perú desde el año 2000, su maestría y su doctorado los hizo en Cornell University. Su tesis doctoral se titula «Disidencias: fisuras de lo hegemónico en la narrativa latinoamericana del siglo diecinueve».
2 Anderson, Benedict. Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. Nueva York: Verso, 1991 (1983).
3 Jameson, Fredric. «Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism». Social Text, 15, 1986, pp. 65-88.
4 A Jameson le respondió, contundentemente, Aijaz Ahmad, en un artículo titulado «Jameson’s Rhetoric of Otherness and the National Allegory». Social Text, 17, 1987, pp. 3-25.
5 Sommer, Doris. Foundational Fictions: The National Romances of Latin America. Berkeley: University of California Press, 1991.
6 Faverón Patriau, Gustavo. «Comunidades inimaginables: Benedict Anderson, Mario Vargas Llosa, la novela y América Latina
7 Véase, por ejemplo, Faverón Patriau, Gustavo. «Judaísmo y desarraigo en María de Jorge Isaacs». Revista Iberoamericana, 70.207, 2004, pp. 341-57.
8 Martín Barbero, Jesús. De los medios a las mediaciones. Barcelona: G. Gili, 1987.

desco / Revista Quehacer Nro. 157 / Nov. – Dic. 2005

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