viernes, 30 de abril de 2010

Cowboy de medianoche


Dom, 17/01/2010
La República

Semblanza y memorias de Julio Ramón Ribeyro a propósito del libro “Penúltimo Dossier” y otras confesiones.

Por Eloy Jáuregui

Es imposible, no se puede dejar de escribir sobre el maestro Julio Ramón Ribeyro. Al menos, yo no pude, otros tampoco. Antes de fin de año, Néstor Tenorio Requejo y Jorge Coaguila publicaron el libro “Julio Ramón Ribeyro: penúltimo dossier”. Es un conjunto de 41 textos referidos a la vida y obra de uno de los mejores narradores de esta comarca y que ha sido editado por el pujante sello Tierra Nueva de Iquitos, que maneja el periodista Jaime Vásquez Valcárcel. Es un sello charapa, aunque muchos no lo crean, y publica libros de toda calaña. Cierto, en Iquitos no hay librerías. Yo encontré mi libro en una pollería al costado de unos chorizos y plátanos verdes. Entonces no me digan que el surrealismo ya se terminó.

A Julio Ramón lo conocí de niño. Era amigo de mi padre. En 1994, tuve la suerte de darle la noticia por teléfono la vez que ganó el Premio Juan Rulfo. No me creyó, pensó que era una broma. Yo, periodista, había conocido la noticia por el teletipo, que todavía funcionaba en un canal de televisión. Y él que era tan reacio a las entrevistas, me invitó a su casa, frente a los acantilados de Barranco y ahí le hice una larga entrevista, la única que brindó para la televisión amén de que me enseñó sus intimidades. Tiempo después falleció a los 65 años víctima de un cáncer. Aquella terrible musa vestida de cangrejo se lo fue tragando desde 1973. Sí, fue 4 de diciembre de 1994, y aquel miraflorino que caminaba como un cowboy de la medianoche, se marchó de este mundo imperceptible como cuando llegó.

No escribo de Julio Ramón después de lo que hice en mi libro de crónicas. Me jode. No se escribe de lo que no se quiere. Por qué, quién era ese hombre de secretos escritos y misterios a voces. Nada. Él era la paradoja en pie. Un escéptico en la elegancia discreta de la desesperación. Delgado, muy delgado y tímido. Él fue el notable cuentista perdurable, de miles y fraternas páginas, de cientos de personajes inolvidables. Aquel de los hechos cotidianos convertidos en la real ficción del lenguaje sencillo sobre el soporte de un estilo transparente y una mirada recorriendo el alma de las cosas, de cada uno, de cada quien. Pero era el enigma también y la soledad más deslumbrante.

Y tuvo amigos, esa especie de seres a veces dañina que se reclamaban siempre ser los íntimos del escritor y que solían proclamar el copyright sobre su delicada memoria. Ese vínculo del que hablaban algunos y que para demostrarlo, contaban anécdotas, traicionando confidencias y revelando aquello que solo puede conocerse desde el sagrado recinto de la amistad. Me temo pertenecer sin olvidos a esa especie, pobre Julio Ramón.

Lo repito, era amigo de mi padre, allá en su pequeña librería del Parque Universitario. “Habla poco el hombre, pero dice muchas cosas”, me dijo el viejo aquella vez que terminaron al fin poniéndose de acuerdo en que Mauro Mina debió ser campeón mundial de los pesos semipesados, que el chilcano de pisco era el trago nacional y que Churata fue el mejor periodista del siglo XX. Hoy que lo recuerdo aternurado como los viejos retratos en la penumbra de una sala atiborrada de sus personajes: su territorio literario propio, ojalá alguien pueda arrancarlo de mi corazón durante el resto de su incalculable muerte.

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