martes, 20 de abril de 2010

Recuerdo de García Márquez

César Hildebrandt Blog
Enero 4, 2007
Escrito por César Hildebrandt
(Publicado en La Primera)


Recuerdo perfectamente el día en que empecé a leer “Cien años de soledad”, hace 40 años o poco menos. Tenía 19 años y era un perfecto parásito de los libros y allí estaba en mis manos, caliente como un pan bíblico, el ejemplar de la novela que cambiaría el modo de escribir del siglo XX, el rústico ejemplar de editorial “Sudamericana”, con ese papel que el tiempo oxidaría y que hasta hoy conservo como un fetiche.

¡Qué libro! Cuando terminé de leerlo era un zombie y al hablar con los que lo habían leído me di cuenta de que ellos también eran zombies, tocados por las manos de Melquíades, viviendo en su Macondo propio, envidiando para bien a quien había hecho sonar el idioma como nunca había sonado desde que Cervantes fundó la modernidad del XVI.

Siempre habíamos sabido que Joyce era un padre enorme y putativo y, traducido maravillosamente al decir de los entendidos, habíamos bebido del manantial primero de ese irlandés que le escribió cartas sucias a su Nora Barnacle. Y bueno, todos nos decíamos, en medio de nuestro entusiasmo juvenil, que pocos libros como el “Ulises” de Joyce, con todos esos juegos de espejos que más tarde nos haría descubrir Navokov, con el imborrable y burlón penúltimo capítulo hecho en forma de catecismo y con el monólogo interior interminable de Molly Bloom, la vulgar y humanísima señora de Leopoldo Bloom con sus fantasías lanzadas por el REM, la insatisfacción sexual y el aburrimiento que su cornúpeta marido podía producir en una furcia como ella.

Pero Joyce era ajeno del habla, que es el idioma por excelencia, y requería la mediación de José María Valverde para ser entendido (o presentido para ser más exactos). En 1967, en cambio, nos había nacido un Joyce propio, un Faulkner de la vecindad, un genio que refundaba, sin proponérselo, la novela, rescatándola del realismo que la maltrataba, del lirismo que la hacía inglesa en el peor sentido y de las buenas intenciones que muchas veces la podían prostituir y convertirla en panfleto. Y todo con un lenguaje que sonaba a sagrada escritura, al cúmplase y archívese de unos dioses paganos de Aracataca. Porque la prosa de “Cien años de soledad” tiene las cualidades de una profecía que se está cumpliendo mientras se lee y muchas veces parece el dictado de una voz colosal tomado por un escriba.

Hay magia no sólo en lo que se cuenta sino en el modo cómo se cuenta, siendo cabal en García Márquez la inexistencia de una frontera entre fondo y forma cuando de una obra maestra se trata.

A las enumeraciones victoriosas de “Cien años de soledad”, Vargas Llosa las llamó “el ritmo encantatorio” de García Márquez. Lo hizo en ese volumen de más de 600 páginas llamado “Historia de un deicidio”, biografía camaraderil y ensayo prolijo sobre la obra del colombiano –probablemente lo mejor que se haya escrito en torno a García Márquez–.

Pertenecí a una generación privilegiada de lectores. Entre mis catorce y mis veintisiete años estallaron –creo que esa es la palabra que mejor define la aparición de sus libros– Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Guillermo Cabrera Infante, Alejo Carpentier, José Lezama Lima. No había tiempo para detenerse. Era un banquete sin fin, la orgía perpetua pero de lectores. Fue el Dorado de América Latina. Y en ese reino –donde Losada seguía editando a Neruda y a Guillén, Emecé a Borges y el monopolio español del márquetin ni soñaba con imponerse sobre la calidad intrínseca de cada obra– el cacique indiscutible, el monarca chibcha lleno de abalorios y poderes fue don Gabo, el autor de uno de los pocos libros que justifican la palabra literatura.

Cuarenta años de “Cien años de soledad”: hoy, algún lector de alguna editorial, actualizada con la novelística de aeropuerto que se busca y edita, rechazaría el manuscrito de García Márquez llamándolo barroco, confuso y demasiado extenso. Es que hoy muchos libros no se escriben: se giran.

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