Roland Forgues
27 de octubre de 2005
Cuando en 1977 leí por primera vez Canto de sirena de Gregorio Martínez, quedé realmente impresionado por el estilo alerta y novedoso, el lenguaje fresco y truculento, la manera de contar, natural y rebuscada a la vez, del joven escritor peruano; y sobre todo por sus capacidades de denuncia y cuestionamiento de una sociedad fundamentada en la discriminación étnica, social y cultural, y también por su fina captación de la conciencia individual y colectiva de los protagonistas del relato.
Publicada en el 2001, Biblia de guarango, continúa el camino abierto en 1977 por Gregorio Martínez con Canto de sirena, ya desbrozado dos años antes con la publicación de Tierra de caléndula, y luego confirmado por la salida de Crónica de músicos y diablos (1991), La gloria del piturrín y otros embrujos de amor (1985), y que culmina hoy en día con la publicación del Libro de los espejos, 7 ensayos a filo de catre (2004).
Con estas obras que no son novela, ni poesía, ni testimonio, ni biografía, ni ensayo, el escritor peruano crea un género nuevo que participa en parte de todos los géneros conocidos que va fundiendo con «palabras, bien asentadas en el papel» para que no se las lleve el viento, según dice. Un lenguaje literario que sale de la realidad para mejor transcenderla, en un todo que no vacilaré en llamar: Vida y Trascendencia, en su doble dimensión material y espiritual, individual y colectiva, propia y ajena. Un género que, con sus interrogaciones y materialidad, remite a la cosmovisión de los pueblos africanos y aborígenes de América, y que con sus especulaciones y respuestas se ve sellado por el pensamiento occidental y sus abstracciones. Un género que en su materialidad de Vida y en su especulación de Trascendencia, reúne el mundo de abajo y el mundo de arriba del pensamiento precolombino, el cielo y la tierra del pensamiento occidental, la razón y la locura del pensamiento universal.
Construidos como cuadros, viñetas, o estampas de la vida cotidiana de la gente de color de Coyungo y del Sur Chico, como breves textos de reflexión que abarcan nuestro mundo «ancho y ajeno», como lo viera Ciro Alegría, Biblia de guarango y Libro de los espejos son obras que no se contentan con pintar o describir la vida, las costumbres, las prácticas sociales, culturales y religiosas de la gente del Sur Chico, del Perú, y de otros lugares del mundo, sino que hurgan en el pasado para interpretar y juzgar la realidad actual, con el fin de transformarla y abrir el camino a los cambios del futuro. Se trata menos de una búsqueda identitaria que de la afirmación y valoración de una identidad negada por la práctica social dominante y por la historia oficial. Una identidad resueltamente moderna.
Recordaré al respecto la crítica en regla que hace Gregorio Martínez en Libro de los espejos contra la hipótesis del «fin de la historia» de Francis Fukuyama que «le cayó al régimen de Ronald Reagan como miel sobre hojaldre» (p.177) dándole al capitalismo la teoría social que necesitaba; y una crítica más severa aún contra su penúltimo libro, La gran ruptura (The Great Disruption), donde Fukuyama «enfoca la lupa de su análisis en la evolución de la moral de las ricas sociedades industriales. Esa brecha que empezó a fines de los años 1950 y se ensanchó en los 60, con el rock, los beatniks, el hippismo, el liberalismo sexual, la drogadicción, el movimiento feminista, las reivindicaciones de homosexuales y de las minorías étnicas, etcétera» (p.178). Con humor cáustico Gregorio Martínez concluye, acerca de las aseveraciones de Fukuyama, que felizmente «cuando la descomposición social parecía inminente, peste de satanismo y violencia, una vuelta de página ha llegado, como milagro de Dios, para salvar por entero los valores inmarcesibles de la civilización occidental» (p.178).
De aquí que lo primero que hace Gregorio Martínez en Biblia de guarango sea reconstruir la historia de sus ancestros negros e indios de Coyungo, empezando por la fundación de la hacienda y los orígenes del pueblo, desarmando las prácticas sociales que han conducido a su marginación. Al mismo tiempo destaca desde el propio título el carácter sagrado de la historia que nos va a relatar al desviar la noción de lo sagrado judeocristiano de las Sagradas Escrituras y su carácter espiritual y especulativo: la Biblia, hacia la cultura afro peruana, y su carácter material y práctico: el guarango, ese árbol fetiche de la naturaleza americana que crecía en abundancia en la zona de Ica, Nazca, Acarí, Coyungo y en todo el desierto costeño, y que, según afirma elocuentemente el escritor, puede vivir más de mil años, como si fuera uno de los marcadores indelebles del milenarismo andino.
La «noticia» que encabeza el libro se abre significativamente sobre la imagen de la campana que marca la fundación de la hacienda Coyungo y, dentro de ella, la imposición de los valores del judeocristianismo que regirán tanto las relaciones de producción como las relaciones humanas; cuestionados estos valores por el tono entre jocoso y burlón que emplea el escritor:
Cualquiera podía verla todavía. Completa, sin rajaduras ni brechas, así como la
fundieron en Vicenza los hijos de Vulcano. ¿Acaso se había perdido? Allí estaba,
verdosa, entera con su badajo macizo como trola de burro, colgada de un
travesaño de guarango en la torre de la capilla Sixtina, que se llama así,
Sixtina, porque quien dirigió la construcción fue Sixto Garriazo, el alarife
nasqueño del adobe, asentado ya fuese de soga o de cabeza. Todos sabían, aun los
desprevenidos, que la sonora campana de Coyungo tenía vena de oro. Aunque a
golpe de ojo, patente, sólo podía verse, por encima, el mogo verde de cardenillo
venenoso y una inscripción en bulto que rezaba: «Hda. Coyungo fundada el 30 de
agosto de 1911» (p.18)
A ese lugar situado «allá en los infiernos», un lugar por el cual Dios no ha pasado, según dice don Candelario en Canto de sirena, fueron a parar «indios, negros y mestizos de chino, injertos de mediopelo». Pues «el infierno, para quien sabe entenderlo, no es un horno candente, sino un lugar triste, un páramo sin consuelo ni esperanza», como confiaba ya el héroe en el cuento «El aeropuerto» de Tierra de caléndula . El estado de abandono en que se encuentra Coyungo es, para Gregorio Martínez, el fruto de una larga historia de dominaciones y sometimiento. Una historia que, aunque de manera incierta, el pueblo sigue guardando en su memoria colectiva enriqueciéndola diariamente con su imaginación creadora:
Pero algunos acuciosos y leídos, gente como el decimista Avelino Chacaltana,
alegaban y porfiaban que la desidia que había dejado a Coyungo en el completo
abandono, perdido en el olvido, no era de este siglo, ni tampoco del anterior,
ni sólo del tiempo de la Colonia o de la temporada cuando florecieron los
afanosos jesuitas. No. Aquella larga desolación, tiempo muerto, había empezado
mucho antes, todavía en la lejana época de la conquista inca, en los años de
otro siglo, cuando la guerra imperial de los ambiciosos quechuas andinos, que
bajaron del Cusco por el descolgadero que ahora se llamaba Cuesta de Borracho,
siempre con el inca Pachácutec a la cabeza, había arruinado, desde la raíz, el
tercer florecimiento de los nascas espigonales, los pacheco y los poroma, que
eran pueblos yungas y hablaban de modo distinto al quechua, razón por la cual
hoy nadie podía sacar en limpio, de modo definitivo qué significaba el nombre
Coyungo. Coyuuunnngo, esa palabra misteriosa. Unos afirmaban, seguros, que
significaba espinal, otros que asiento de yungas. Ella, la profesora Cira
Robles, tan bonita, nunca contradijo tal afirmación con puntos y vírgulas, al
contrario, a veces la repetía de paso del modo más modoso que podía, pues quién
iba a saber más historias que Avelino Chacaltana, cuya madre, doña Encarna
Fajardo, huantina, había guerreado en los Andes, con fusil y bayoneta calada, en
la resistencia contre el ejército chileno. La profesora Cira Robles también
hablaba lindo, decía vírgula con su boca pintada, pero discurseaba de otra
manera, muy distinta al modo cadencioso de Alfredo Gutiérrez y a la forma
versada que estilaba Avelino Chacaltana. Bacho repetía vírgula, necio, para que
la palabra se le quedara en la cabeza y luego tenerla a mano, listita, para
repetirla en cada una de sus mañoserías. (pp. 28-29)
Como en sus obras anteriores, el humor y la ironía, el sexo y el erotismo desempeñan un papel esencial de desmitificación de la realidad concreta, un papel de profanización de lo sagrado y sacralización de lo profano: o sea la vida en su más noble dimensión de «goce y satisfacción», como revelara ya Candelario Navarro en Tierra de caléndula y Canto de sirena.
Al rememorar y escribir la escena de su infancia cuando a los cuatro años de edad los padres lo llevan a Nazca para bautizarlo, Gregorio Martínez confiesa que en ese momento «sintió un miedo terrible» que lo llenó de sudor y le provocó un sentimiento de culpabilidad. Un sentimiento de culpabilidad al que la voz omnisciente del escritor adulto, por su manera de contar, por el hábil manejo del humor y la ironía, por la banalización de las prácticas sexuales infantiles, le va quitando el antiguo contenido culposo, para convertirlo en un sentimiento actual legítimo de placer:
A los 4 años cumplidos, andando en los cinco, yo cargaba, adentro en el pecho,
en el meollo del corazón que me palpitaba enloquecido, no solo la mancha del
pecado original que habían cometido nuestros primeros padres Adán y Eva, como me
había dicho Paloma mientras me enseñaba a rezar el padrenuestro, sino también yo
sentía el rescoldo de un pecado más grande, un remordimiento que se llamaba
pecado capital, la lujuria, la lujuria que tentaba a los lujuriosos y que por
eso me iba a condenar, sin remedio ni uno ni medio, tanto que Satanás, el diablo
cachudo, llegaría en cualquier momento, en el menos pensado, para arrastrarme de
las mechas al infierno, y allí, en esa candelada que era más grande que el horno
que ardía en la barriga del volcán de Jumana, allí iba a quedarme eternamente,
sin una gota de agua, sin ningún auxilio y misericordia por haber hecho lisura
con Tinga, sapito, adebajo de la higuera; con Merci, perrito y cochinito,
escondidos en el perlillo; con Tuca, caballito, en el hueco de huatiar achiras;
y, con la misma Paloma que ya tenía pelos, cangrejito, en la acequia madre,
cerca al ciruelo de hojas lustrosas que daba esa ciruelas pelusientas, coloradas
por dentro, que se llamaban ciruela cojón de fraile. (p.92-93)
Gregorio Martínez remata el episodio con palabras pertenecientes al registro de lo religioso y al registro de lo sexual que se complementan en lugar de oponerse. Palabras que reúnen la voz narradora infantil y la voz narradora adulta, pasado de lo narrado y presente de la narración, en un discurso gracioso y desacralizador que apunta a la destrucción de todos los tabúes y a la reunión de lo profano y de lo sagrado:
Ya no me quedaba remedio ni uno ni medio. Dios santo y piadoso, porque hasta
tenía desengorrado el pipilí, remangado el pescuezo de gallo carioco, Santa
Rosita de Lima, y completamente roto el frenillo, como el frenillo de la lengua,
que antes sujetaba la cabeza del pichingo adentro del capuchón. (p.93)
Cuando alguna vez un periodista le preguntó a Gabriel García Márquez cuál era el libro que había leído y que más le había gustado, el escritor colombiano respondió entusiasta: el diccionario de la lengua. Porque, según afirmaba, el diccionario despierta la imaginación y es el instrumento más creativo del mundo. Gregorio Martínez comparte el juicio. Y no sólo lo comparte como muestran las páginas dedicadas a la maestra Cira Robles que con su diccionario mataburro les estaba enseñando a los niños de Coyungo «el tesoro riquísimo y caudaloso de la lengua castellana» para que estos «niños chunchos, sin roce social» tuvieran «un modo de hablar fino y decente» (p.96-97), sino que, a juzgar por la última parte del libro «Glosas silenses a-l» y «Glosas emilianenses m-z», Gregorio Martínez le da una extraordinaria concreción al proponernos su propio glosario de algunas palabras que pertenecen el «ladino coyungano» de su escritura y al lenguaje popular de la gente del lugar y del Perú. Palabras olvidadas, silenciadas, o tergiversadas, por la pudibundez y ostracismo de los diccionarios oficiales, y que remiten, qué duda cabe, directa o indirectamente a la tradición oral de las culturas ancestrales americanas y africanas, superándola con la dimensión universal que cobran bajo la pluma contestataria y estimulante de Gregorio Martínez y su escritura llena de sabor y truculencia.
Una lamentable omisión, sin embargo, en sus «glosas silenses» es la palabra culebrona que el Solitario de Sayán y el Arcipreste de Couyou inventaron un día de 1982 en un memorable recorrido por la pampa nazqueña. Al ver la deslumbrante belleza de las zambitas que los acogieron en Coyungo (perdóname la palabra, Solitario de Sayán, pero fue la que, encadilados, empleamos en aquel momento muy afectuosamente) , sus cuerpos de sueño que lucían senos de mamak'unas todavía vírgenes, un rico poto, digno de las más bellas diosas del Olimpo y de las más fértiles divinidades africanas y de la naturaleza andina, ojos chispeantes y boquita de pitiminí con labios golosos y seductores que exhibián una sonrisa embrujadora de sirenas y su provocadora convocatoria al amor, exclamaron a dúo: ¡Uy, qué maravilla de muchachas!. ¡Qué lindas culebronas!. Desde ese día, en nuestro diccionario mataburro, culebrona es «nuestra dulce Rita de junco y capulí», inmortalizada por Vallejo; aquella «muchacha a la sombra/ de un eucalipo alto y transparente,» en que estaba soñando nuestro Pasajero de la Lluvia entre «Banderas/ Mariposas/ Nomeolvides», esa «paloma inalcanzable» que iba buscando por las otoñales calles grises y lluviosas de Grenoble para matar «la ocre soledad» de sus cuarenta años; nuestra golosina de formas generosas y cautivantes luciendo su estelar «cabellera de Berenice» tan bellamente cantada por el poeta Marco Martos, esa misma golosina que buscaba tan ansiosamente el atormentado Don Pedro de Guzmán en Crónica de músicos y diablos; nuestra hada Morgana de la buena suerte que guía sigilosamente nuestros pasos por los caminos del paraíso; nuestra bella Melusina que nos recibe con la ternura del Amor hecho poesía; la encantadora sirena que viene de la mar cuyo llamado nada puede encubrir, ni el aullido de las zorras en celo que vagan sin descanso en las noches de octubre, y nos aporta la plenitud del goce en la dionisíaca fiesta del amor y de la vida. Culebrona es nuestra realidad y nuestra utopía, la escritura de nuestra existencia; esa infinita escritura de Dios que Candico en Canto de sirena, intenta descifrar en los troncos del guarango «carcomidos por la carcoma», o del pacay al pie del cual nació, buscando en el «goce y la satisfacción» de nuestra vida terrestre el medio de vivir «eternamente la eternidad eterna». Culebrona, no puede haber olvido, yo te celebro como la Diana redentora y te consagro definitivamente como la más bella palabra de nuestro diccionario mataburro.
Mientras cerraba el diccionario de mi fantasía en la entrada de tan sugerente palabra vino a mi memoria como un relámpago el bolero «El reloj» de Roberto Cantoral con que Gregorio Martínez abre Biblia de guarango:
para tiSimultáneamente se grabó en mi mente la imagen final de la ardidosa Tinga que «sin conocer abecedario de ninguna especie y sin saber leer» inventó «una escritura menudita», «parecida a la cuneiforme de los sumerios o a los rastros que dejaba la tortolita», con la cual ella y Gregorio «trazaban en la arena, a la orilla del río que cruza el pueblo, intrincados mensajes cargados de obscenidad» (p.301). ¡Qué más bella imagen de amor y creación que ésta donde dos niños están rehaciendo el mundo, como celebración de sus antiguos orígenes nazcas con los que ahora están reanudando gracias a esa misteriosa escritura de dibujos en la arena del desierto!
Tigresa
por la delicia de tus encantos
-*-
Detén el
tiempo en tus manos
haz esta noche perpetua
para que nunca se vaya de mí
para que nunca amanezca
Entre las dos imágenes de la Tigresa encantadora y de la imaginativa Tinga, se desenvuelve todo el sentido liberador de la escritura de Gregorio Martínez que, como las olas del mar, desde Canto de sirena se va renovando permanentemente hasta alcanzar una fuerza poco común en su última publicación Libro de los espejos, siente ensayos a filo de catre.
Hay, en especial en este último libro, toda una reflexión sobre el origen, destino y manifestaciones del lenguaje, sobre el misterioso poder de las palabras. El escritor confronta los puntos de vista de la lingüística moderna iniciada por Ferdinand de Saussure con los puntos de vista de los filósofos griegos, los Diálogos de Platón e Historias de Herodoto. De este último Gregorio Martínez deduce dos puntos clave para la interpretación de su propio lenguaje literario:
1/ Que el lenguaje antes que nada, contiene los indicios del origen y raíz de
una nación; 2/ Que el ser humano posee en su propio sistema la capacidad para
producir lenguaje. (p.168)
La crítica valorativa del lenguaje parte consciente o inconscientemente en Gregorio Martínez de esta doble creencia. Los conflictos del lenguaje remiten por lo tanto a la problemática identitaria. Y Gregorio Martínez lo ilustra perfectamente en el énfasis que pone en denunciar el carácter discriminatorio del lenguaje:
Sin ninguna duda, la palabra zambo, en origen y en esencia, es racista. […] La
perpetuidad de zambito, cholito, chinito, ponjita, en el Perú del siglo XXI, es
la palmadita en el hombro o la mano peluda en la pierna de la novia, en el
momento del matrimonio, tal cual lo reclamaban, antaño, los amos que ya habían
perdido el señorío que les reconocía el privilegio de romper la virginidad. El
pretendido afecto que sobrellevarían en el Perú las susodichas palabras,
zambito, chinito, cholito, ponjita, aplicadas incluso por amor filial o erótico
-mi negra, mi cholita- o por estima y cariño, resulta un subterfugio e
hipocresía que quiere encubrir sometimiento, dependencia, vituperio y simpatía
racista. (p,147-148)
Gregorio Martínez tiene razón, no hay en su origen palabra inocente, y es legítimo que este tipo de palabras: zambito, chinito, cholito, ponjita, dirigidas a una persona la puedan herir aunque ésta no haya sido la intención del locutor. Sin embargo la condena de quienes siguen usando hoy en día las mentadas palabras que han pasado a ser parte del imaginario popular no puede ser tan rotunda ni definitiva, porque el contenido racista original, ha venido poco a poco cediendo el paso a un contenido desvinculado de su acepción primera. A lo largo del tiempo la voz popular ha ido resemantizando las palabras y esta resemantización es una forma de regeneración del lenguaje, una muestra de la capacidad del ser humano a cuestionarse.
Aunque Gregorio Martínez no lo vea así, creo que estamos en una línea de cuestionamiento y regeneración paralela a la del cuestionamiento y regeneración del lenguaje de los que participa su propia escritura. Lo están ilustrando, a las mil maravillas, las bellas páginas del libro que le consagra al vocablo de origen quechua «poto» del que lamenta, y con razón, que no figure en el Diccionario de peruanismos de Martha Hildebrandt:
¿Podría considerarse que el vocablo poto constituye una vulgaridad, unaCon extremada perspicacia, el escritor pone luego de relieve la función socializadora del lenguaje en tanto que instrumento que favorece el vínculo entre las distintas categorías sociales o grupos humanos:
expresión grosera, una obscenidad en el habla? Más bien un eufemismo galopante,
alegaría alguien con un poco de razón. Sin embargo no creo que el término poto
haya entrado al torrente del castellano coloquial, estándar o subestándar,
simplemente por eufemismo o falsa delicadeza. Esa función de colchón moral la
cumplía bien nalgas, trasero, sentaderas, posaderas y otras palabras pudendas.
Yo diría que poto entró al cauce del castellano en los países quechuas de
Sudamérica, en la ciudad y en el campo, por razones que tienen que ver más con
la expresividad idiomática —humor, afectividad, metáfora— que con el mal llamado
decoro verbal. (p.155)
Eufemismo o no, poto resulta un gratificante hallazgo metafórico para decir culo
sin herir susceptibilidades. Por algo dicen, algunos visionarios neurólogos
estudiosos de la mente, que el pensamiento funciona con metáforas, chispazos
significativos. La expresión común «rico poto» no ofende a nadie. En el lenguaje
afectivo, erótico o filial, se dice poto y potito con naturalidad, sin bochorno
alguno. (p.155)
Gregorio Martínez nos dice, de forma clara aunque implícita, que, finalmente, el silencio que se hace sobre ciertas palabras es la muestra más solapada del conflicto entre oralidad y escritura, o sea entre cultura dominada y cultura dominante:
Poto como sinónimo de culo, muy pocas veces aparece en la escritura formal. EsAl darle a poto sus letras de nobleza a través de la escritura, Gregorio Martínez rescata también la oralidad de la cultura que ha consagrada la mentada palabra como vocablo común y corriente, y pone en pie de igualdad lo culto y lo popular.
un término que pertenece más a los ámbitos de la oralidad. Por tanto carece de
prestigio. Esa es la causa de su extraterritorialidad y de la reticencia del
diccionario para consagrarlo. Así, tácitamente, algunos doctos de la lengua
todavía quieren que poto permanezca en los márgenes del idioma, no importa que
sea un vocablo de uso cotidiano. Como quien dice: a palabras vulgares, oídos
sordos. (p.158)
Lo mismo sucede con las palabras cachar, chucha, pinga y otras más; todas aquellas palabras desterradas de la lengua oficial, en nombre de códigos sociales y de una ética sui generis, mientras su uso se mantiene vivo entre la gente del pueblo:
¿Por qué se ha perpetuado en el Perú el arcaísmo pinga? Casi en todos los
territorios del orbe, donde se habla español, el vocablo pinga, palabra dura y
obscena, ha sido borrada [sic] del léxico coprolálico por las oleadas sucesivas
de nuevos términos y la mutación incesante de los hábitos lingüísticos. Sin
embargo en el Perú ha persistido, trejo, el uso de la mentada palabra para
denominar al llamado miembro viril; mientras en México sólo significa
picardía[...] (p.163)
El grado de acceso de las sociedades latinoamericanas a la cultura occidental y su escritura define de algún modo el grado de aculturación y pérdida de identidad de las sociedades autóctonas y africanas en su larga historia de avasallamiento y sumisión, pero también de resistencia y de lucha:
Aunque los diccionarios de la lengua española, siempre menguados y reticentes,No hay mejor ejemplo para confirmar lo dicho por Gregorio Martínez en estas líneas que el uso totalmente ajeno a connotaciones obscenas del famoso refrán «Pinga parada no cree en Dios» con el que los peruanos justifican el despertar y satisfacción del deseo erótico.
suelen obviar la palabra pinga, y a duras penas consignan pingo o pingajo, se
trata en verdad, de una voz castiza y legítima que nombra el palo largo que los
cargadores se cruzan sobre los hombros para llevar sendos pesos colgados en los
extremos. De modo que la terrible frase de un hablante peruano, tengo la pinga
al palo, para mexicanos y españoles resulta un simple pleonasmo, tan inocente
como la soñada frase que en el Perú y en Chile no escandaliza a nadie: «se sacó
la polla y se fue a París.
Hubo un tiempo en que la mayoría de los
hablantes de español, fieles a la expresión metafórica, no decían falo, pene,
menos polla, o fascinum, sino pinga, en clara alusión al palo que todos
conocían. También chucha tuvo su reinado idiomático y cachar por lo
consiguiente. Así como los imperios, las tres palabras mencionadas han ido
perdiendo sus dominios. A inicios del siglo XXI, después de Bolivia y Chile,
sólo les queda el Perú como último reducto. Pero allí se han fortificado, en el
búnker de la coprolalia, para florecer mil años atrás.» (p.164)
El examen atento del carácter discriminatorio del lenguaje le permite también a Gregorio Martínez denunciar el racismo latente de la sociedad peruana a la que juzga en su globalidad, no sólo a través de apuntes y retratos sobre la intelectualidad peruana sobre la cual echa una mirada crítica sin concesiones, sostenida a veces por la reproducción de breves textos sacados de grandes autores extranjeros. Lo que afirma Gregorio Martínez acerca de la mitificación del comandante Luis de la Puente Uceda, de las guerrillas peruanas de los años 60, frente a los comandantes Guillermo Lobatón y Máximo Velando, desaparecidos como él y casi desterrados de la memoria colectiva, asimismo la mitificación del joven poeta Javier Heraud entre la intelligentsia de izquierda, no carece de interés ni de fundamento psicológico, en el momento de interrogarse sobre la sobrevivencia de los viejos demonios anti indios y anti negros de la sociedad criolla . «¿Por qué —pregunta Gregorio Martínez— la gente lúcida de la izquierda peruana admiró con tanto entusiasmo al poeta Javier Heraud y a Luis de la Puente Uceda, pero casi por compromiso a Guillermo Lobatón y a Máximo Velando, los otros dos comandantes guerrilleros?» Y responde en seguida: «Seguro, porque no tenían la apariencia medio europea. Guillermo Lobatón era negro, y Máximo Velando, mestizo aindiado, además con un nombre, Máximo, tan vernacular. ¿Acaso no fue Javier Heraud quien le puso Toparpa a una chica de facciones nativas que asistía a un seminario exclusivo de literatura que daba José Miguel Oviedo en el Instituto Riva Agüero?» (p.403-404)
Lo que da más peso a lo dicho, es que Gregorio Martínez, de ningún modo se exculpa a sí mismo de actitudes dudosas y criticables y procede a una franca y saludable autocrítica:
Pero, por otro lado, yo mismo sometido por la costumbre, he tolerado el racismo
y asumido a veces, actitudes homófobas o contra la mujer. En el libro Lectura y
creación que hicimos con el poeta Marco Martos, recogimos un dicho infantil, en
una escuela de Huancayo, que dice: «¡Mira al costáu!, el chino mancaláu». Años
después, cuando leí una entrevista a Wallace Loh, decano de la Facultad de Leyes
en la Universidad de Washington, Seattle, sentí que ese hallazgo en la
creatividad infantil revelaba un odioso racismo. Wallace Loh, nacido en China,
en verdad Loo para los peruanos, vivió su infancia en Lima; pero del Perú sólo
tiene el amargo recuerdo de los insultos cotidianos en la escuela. Aun el
profesor le decía: hey, tú, chino. A mí en Nasca, el profesor Roberto Pisconti
me decía: a ver, tú, zambito de Pajonal. En la entrevista, Wallace Loh cuenta
que llegó al Perú en 1947, con sus padres, que eran los embajadores de China;
pero en 1949, al triunfar la revolución de Mao, se quedaron en la calle. Sus
padres acabaron como bodegueros de esquina, por varios años. Qué peor escarnio
contra los chinos que esa canción que dice: «chinito, chinito, toca la malaca,
chinito». Por supuesto, siempre hay un disfraz de afectividad, humor y buenas
intenciones. (pp.358-359)
A veces la mirada del escritor se hace insólita y divertida cuando evoca, por ejemplo los míticos bares: Palermo, Wony, Queirolo o el Chinochino donde se reunía la bohemia literaria. Pero nunca deja de ser incisiva inclusive cuando se trata de amigos, de los que sería demasiado largo mencionar los nombres en este breve artículo.
Este nuevo libro de Gregorio Martínez es una obra trasgresora e iconoclasta, en el buen sentido de la palabra, una obra escrita con «furia, fuego, fuete» en la vena del más iconoclasta de los escritores peruanos: Manuel González Prada. Y, por supuesto, al final del libro Gregorio Martínez no deja de rendirle un ferviente homenaje al maestro, a ese incansable combatiente de la libertad y de la justicia social que fue el autor de Horas de lucha; al mismo tiempo que está celebrando esta otra figura tan vilipendiada de la historia sagrada: Onán y su coitus interruptus que, en palabras del escritor, inscribirá su nombre en «la historia universal de la infamia» (p.448):
Una de las tantas historias salaces. Onán copulando a la fuerza con Támara, su
cuñada, mientras el ojo penetrante de Dios los espía desde la lejanía celestial
y entonces, claro, descubre la trampa. Al borde de la eyaculación, alerta como
gato techero, Onán se ladea, saca la pichula de la yema del gusto y derrama en
el suelo la espesa simiente, el almidón de yuca. Todo para conservar su heredad.
¡Maldición!, ni siquiera en el ombligo, grita la voz cavernosa del Altísimo.
Pero, por si acaso, la mirada del ojo de Dios baja y ausculta las partes íntimas
de Támara, la humedad sin grumo, asegura el versículo bíblico, texto aligerado
gravemente en el trasvase de la traducción del hebreo y arameo al griego […]
Luego, dotado con los rigurosos métodos de la hermenéutica textual, los
exegetas de la Biblia, en diferentes lenguas, sacaron en limpio, algo que nunca
ocurrió, que el precavido Onán había cometido el pecado repugnante de la
masturbación, acto aberrante que desde entonces pasó a llamarse onanismo, con la
tardía complicidad del libertario Voltaire en Diccionario filosófico, pese a que
el inocente personaje bíblico, ni siquiera rijoso, apenas había cometido un
desesperado coitus interruptus para no empreñar a la viuda de su hermano que
había muerto sin dejar heredero. El pajero histórico de la cultura occidental es
Diógenes, el Cínico, que vivía en un botijón y había nacido en la época de los
cinco grandes profetas: Zoroastro, Buda, Lao Tse, Confucio y Pitágoras.
(p.79-80)
Vale la pena recalcar cómo Gregorio Martínez desvía la noción de onanismo sexual, hacia la noción de onanismo cultural, él de la cultura occidental y de las grandes culturas y religiones monoteístas que dominan el mundo. Manera de cuestionar la «verdad revelada» que pretenden detentar las susodichas religiones y en la cual sus adeptos fundamentan el proselitismo y fanatismo violentista y terrorista que practican. Éstos se ven claramente denunciados en varias páginas del libro, donde con ojo reprobador Gregorio Martínez se refiere a la incuria de los Servicos de Inteligencia de los Estados Unidos, empezando por la CIA, frente al ataque terrorista del 11 de setiembre del 2001 contra el World Trade Center en Nueva York, y a sus consecuencias: la guerra con Irak, argumentada en la desinformación y la mentira por G.W. Bush, Colin Powell y Tony Blair. Al fanatismo sacrificial de los terroristas islamistas responde el fanatismo mesiánico de Bush con su cruzada del Bien contra el Mal, detrás de la cual se disimulan también ocultos intereses éconómicos y problemas de poder y dominación. Y Gregorio Martínez lo da a entender entre líneas.
Libro de los espejos es una obra escrita a filo de catre. De la sensualidad y concupiscencia brota la vida; una vida que no puede tener, precisamente, ningún fanático del mundo, ni los pazguatos engatusados por los principios religiosos e inhibidos por el tabú del sexo, y menos aún algunos creídos intelectuales del establishment criollo severamente puestos en su lugar por la pluma acerada de Gregorio Martínez. Como el decepcionante Pablo Macera, por ejemplo, quien tras asumir un papel de oráculo, vendió su alma al diablo al comprometerse con la dictadura de Fujimori.
En el campo de las rectificaciones críticas e históricas me parece que la sagacidad y clarividencia de los juicios emitidos por Gregorio Martínez, el amplio conocimiento en que se apoyan -que confina a veces con la mera erudición-, el lenguaje contundente y mordaz con que se expresan, el placer que engendran y la adhesión que suscitan, cumplen una función verdaderamente saludable. Esto es lo que sucede, entre otros, en el texto valorativo reservado a Jame Joyce y a los avatares de las ediciones de su Ulises. Novela revolucionaria tanto en el contenido como en la forma, censurada por inmoral en Inglaterra y Estados Unidos, Ulises fue oportunamente publicada en Dijon en febrero de 1922 por Maurice Darantière gracias a la obstinación de una librera norteamericana instalada en París: Sylvia Beach. Y tal vez más todavía en el texto desmitificador consagrado a las profecías de Nostradamus, médico, poeta y vidente, nacido en el país de Provenza en 1503, en cuyas Centurias «existe profecía para cada suceso, especialmente si éste es aciago» (p.428), según afirma el escritor, con esa punta de humor e ironía que sabe disimular detrás de sus palabras.
Este Libro de los espejos, como indica el título, es un libro que refracta la historia invertida del Perú y la íntima historia de los peruanos, en el marco del mundo y de una comunidad universal. Una historia revisitada no a la luz de las teorías socioeconómicas que empleara José Carlos Mariátegui, a la que remite el subtítulo (Siete ensayos), sino a la luz de los más íntimos deseos del individuo, a la luz de esa libido (a filo de catre) a la que Freud otorgaba tanta importancia y en la que Gregorio Martínez encuentra sus razones de existir y escribir. La palabra nace del deseo a filo de catre y se vuelve espejo de la vida y trascendencia. No nos equivoquemos sobre el sentido de los términos, el subtítulo de la obra no es una invitación al voyeurismo erótico o pornográfico destinado a satisfacer en el lector no sé qué placer perverso, como podría sugerir equivocadamente la expresión «a filo de catre» tomada en su sentido literal, sino una invitación a vivir una vida plena, liberada de los tabúes que nos impiden dar rienda suelta a nuestros fantasmas y realizarnos como seres humanos, esto es: como seres hechos de materia y de espíritu. Es otra manera de evocar, desde la perspectiva realista, la problemática planteada y desarrollada desde la perspectiva puramente ficcional, por Mario Vargas Llosa en Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto.
Si este último libro de Gregorio Martínez es, efectivamente, una mirada «irónica de la escena contemporánea», es también y sobre todo un cuestionamiento de nuestras propias actitudes y comportamiento, una lúcida confrontación de cada uno de nosotros con nuestra otredad, para decirlo con palabras de Octavio Paz. Es el espejo en que Narciso se mira y no se reconoce.
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© 2005, Roland Forgues
Escriba al autor: forgues.roland@wanadoo.fr
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