Por Davir Foster Wallace*
Legados. Las insospechadas riquezas de la vida cotidiana según David Foster Wallace, gran cronista de la sociedad norteamericana y una de las grandes pérdidas del 2008
*Autor de La Broma Infinita, una de las novelas emblemáticas de la literatura norteamericana contemporánea, así como de magistrales cuentos, ensayos y artículos (Hablemos de Langostas), David Foster Wallace (1962 – 2008) era un sujeto que sufría devastadoras depresiones. En el último mes de setiembre, su mujer lo encontró, finalmente, colgado de una viga en el sótano de su casa.
El texto que sigue fue adaptado de un discurso que ofreció el autor en la ceremonia de graduación de Kenyon College, Ohio, en mayo del 2005, y ha circulado profusamente en diversos sitios de Internet.
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Dos peces jóvenes nadaban cuando de pronto se encontraron con otro pez, más viejo, que iba en dirección contraria y que los saludó haciendo un gesto con la cabeza mientras les decía, “buenos días chicos, ¿qué tal está el agua?. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un tramo más hasta que, eventualmente, uno de ellos miró al otro y le dijo “¿qué demonios es agua?”
Si temen que haya planeado presentarme aquí como el pez viejo que explica lo que es el agua, no tienen de qué preocuparse. No soy el pez viejo y sabio. Lo que esta historia de peces quiere transmitir en primer lugar es que las realidades más obvias, ubicuas e importantes son, por lo general, las más difíciles de ver y discutir. Al decirlo así parece, sin duda, un tema trivial, pero lo cierto es que en las trincheras cotidianas de la existencia adulta, los temas triviales pueden resultar de vida o muerte. Esta afirmación podría sonar hiperbólica, o disparatada y abstracta. Entonces seamos concretos…
Un gran porcentaje de las cosas que solemos dar por sentadas de manera automática es, o resulta siendo, totalmente equivocado o engañoso. Les presentaré un ejemplo de cómo algo de lo que acostumbramos estar automáticamente seguros resulta siendo una total equivocación: todo en nuestra experiencia inmediata refuerza nuestro profundo convencimiento de que somos el absoluto centro del universo, la persona más real, más viva, más importante de toda la existencia.
Rara vez se habla acerca de este tipo de egocentrismo natural y básico, pues resulta socialmente repulsivo; sin embargo, en el fondo, está presente en casi todos nosotros. Se trata de nuestra configuración preestablecida, integrada en nuestro chip desde que nacemos. Piensen en esto: no contamos con absolutamente ninguna experiencia en la cual no seamos el centro absoluto. El mundo tal y como lo experimentamos se encuentra ahí mismo frente a nosotros, detrás de nosotros, o a nuestra derecha o izquierda, en nuestro televisor, monitor; o lo que sea. Los pensamientos o sentimientos de otras personas tienen que sernos comunicados de alguna forma, sin embargo, los propios son tan inmediatos, urgentes y reales que… bueno, entienden la idea. Pero, por favor, no se preocupen pensando que voy a predicar sobre la compasión, sobre sentimientos altruistas o sobre las llamadas “virtudes”. No se trata de un tema de virtud, sino de nuestra facultad de elegir esforzarnos para, de alguna forma, alterar o liberarnos de nuestra configuración preestablecida, integrada y natural, que es profundamente y literalmente egocéntrica, y que interpreta todo a través de esa óptica del yo.
El Espanto de la Cotidianidad
A manera de ejemplo, situémonos en un día cualquiera: nos levantamos en la mañana, vamos a nuestros súper exigentes trabajos y nos esforzamos durante nueve o diez horas; al final del día estamos cansados, estresados, y lo único que queremos es ir a casa, tener una buena cena y tal vez relajarnos un par de horas para luego meternos al sobre temprano porque al día siguiente tenemos que levantarnos temprano para hacer lo mismo. Pero luego recordamos que no hay comida en casa, no hemos tenido tiempo para ir de compras esta semana a causa de nuestro súper exigente trabajo y por eso, ahora, después del trabajo, debemos meternos en el auto e ir al supermercado. Es el final del día y el tráfico es terrible de manera que ir a la tienda nos toma mucho más tiempo del usual; una vez que llegamos, el supermercado está repleto de gente porque, por supuesto, estamos en esa hora del día en que otras personas que también trabajan intentan hacer algunas compras; además, la tienda está iluminada de manera odiosa, con fluorescentes, y por todos lados suena la espantosa música ambiental típica de supermercados; de hecho, es casi el último lugar en el mundo donde quisiéramos estar, y sin embargo, no podemos entrar y salir de ahí rápidamente: tenemos que vagar por los pasillos repletos de gente en esta enorme tienda sobreiluminada para poder encontrar las cosas que queremos; y tenemos que maniobrar el carrito de porquería a través de toda esta gente con sus carritos que también está cansada y apurada, además, no podían faltar los ancianos, indiferentes y lentísimos, y la gente que le encanta ocupar mucho espacio, y los niños que bloquean el pasillo, obligándonos a apretar los dientes e intentar ser educados mientras les pedimos que nos dejen pasar.
Eventualmente, conseguimos por fin todo lo que queríamos, sólo que ahora parecería que no hay suficientes cajas abiertas a pesar de que estamos al final del día momento que suele ser ocupadísimo, de manera que la cola para pagar es increíblemente larga, lo que es verdaderamente estúpido e irritante, pero no podemos vomitar nuestra ira sobre la frenética cajera.
Llegamos finalmente a la caja y pagamos la comida, esperamos que la tarjeta de crédito sea reconocida por una máquina, escuchamos que nos dicen que tengamos un buen día en una voz que nos recuerda la certeza de la muerte; luego tenemos que colocar las espantosas y endebles bolsas de plástico llenas de comida en el carrito otra vez para llegar al estacionamiento a desniveles, también repleto y cochino, donde luego intentaremos meter las bolsas en nuestro auto de manera que nada se caiga, pues rodaría por toda la maletera en el camino; luego tenemos que manejar a casa en el lento y pesado tráfico, lleno de camionetas todoterreno, típico de esa hora del día, etc., etc.
La Facultad de Elegir
El punto es que exactamente cuando vivimos estupideces sin importancia y frustrantes como esta, es cuando entra a tallar el trabajo de elegir. Porque los embotellamientos, los pasillos llenos y las colas largas nos dan tiempo para pensar, y si no tomamos una decisión de manera consciente sobre qué pensar y a qué prestar atención, vamos a sentirnos molestos y miserables cada vez que vayamos a comprar comida, porque nuestra configuración preestablecida natural nos indica que las situaciones como aquella están realmente dirigidas a nosotros, a nuestro hambre y nuestra fatiga y a nuestro deseo urgente de llegar a casa; y nos parece que todos los demás se interpusieran en nuestro camino, ¿y quién es toda esa gente que está en nuestro camino? Fijémonos además qué repulsivos nos parecen la mayoría de ellos, y lo estúpidos, adormilados y poco humanos que se ven aquí en la cola para pagar, o lo irritante y malcriada que es la gente que habla a gritos por sus celulares en la mitad de la cola, y démonos cuenta de lo profundamente injusto que es todo esto: hemos trabajado realmente duro todo el día, nos morimos de hambre, estamos cansados y ni siquiera podemos llegar a casa para comer y relajarnos por culpa de todos estos estúpidos.
O si nuestra configuración preestablecida tira más hacia la convivencia social, probablemente mientras estemos embotellados por el tráfico del final del día nos sentiremos molestos y disgustados por todas las enormes y estúpidas camionetas, 4x4 y pickups que bloquean la pista malgastando sus despilfarradores tanques de gasolina de 40 galones, y podremos pensar también en que los stickers con mensajes patriotas o religiosos siempre parecen estar pegados en los vehículos más grandes y desagradablemente egoístas que son a su vez manejados por los conductores más feos, desconsiderados y agresivos, que por lo general están hablando por su celular mientras cierran a otros carros para tan solo adelantarse 6 estúpidos metros en el trafico; imaginaremos también cómo los hijos de nuestros hijos nos despreciarán por habernos gastado todo el combustible del futuro y probablemente por haber malogrado el clima, y pensaremos, finalmente, en lo engreídos, estúpidos y repugnantes que somos todos y como todo es una porquería…
Si elijo pensar de esta forma, perfecto, muchos lo hacen, salvo que hacerlo resulta tan fácil y automático que no siempre se trata de una elección. Pensar de esta forma es mi configuración preestablecida natural. Es la forma automática e inconsciente que tenemos de experimentar aquellos momentos de la vida adulta que resultan aburridos, frustrantes y multitudinarios cuando estamos actuando con la creencia automática e inconsciente de que somos el centro del universo y que nuestras necesidades y sentimientos inmediatos son los que deberían determinar las prioridades del mundo. La cosa es que existen, obviamente, formas diferentes de pensar respecto a este tipo de situaciones. En ese tráfico, todos esos autos detenidos y tratando de cerrarme el paso: no resulta imposible que alguna de estas personas en camionetas hayan tenido algún accidente automovilístico terrible en el pasado y que ahora manejar le parezca tan traumático que sus terapeutas les hayan ordenado comprarse camionetas enormes y pesadas para que puedan sentirse lo suficientemente seguros como para manejar; o que tal vez la 4x4 que me acaba de cerrar esté siendo conducida por un padre cuyo hijo pequeño, sentado a su lado, se encuentra herido o enfermo, y que por eso está tratando de apurarse para llegar al hospital, con lo cual él se encuentra en un apuro mucho mayor y legítimo que el mío, de hecho, soy yo quien me encuentro en su camino.
Sabiduría Práctica
Si realmente hemos aprendido cómo pensar (...) entonces sabremos que tenemos otras opciones. Tendremos la facultad de experimentar una situación multitudinaria, bullanguera, lenta e infernal, no solo como significativa sino sagrada, capaz de estar iluminada con la misma fuerza que tienen las estrellas.
Les ruego nuevamente que no crean que estoy intentando dar consejos morales o que estoy diciendo que “deberían” pensar de ese modo, o que nadie espera que piensen de manera automática, porque es difícil, requiere de voluntad y esfuerzo mental, y si ustedes son como yo, algunos días no serán capaces de lograrlo, o simplemente no podrán hacerlo. Pero la mayoría de días, si están lo suficientemente conscientes como para darse a sí mismos la posibilidad de elegir, pueden optar por ver diferente a esa mujer gorda, aletargada y maquillada en exceso que acaba de gritarle a su hijito en la cola: tal vez no sea siempre así, tal vez ha estado despierta tres noches seguidas sosteniéndole la mano a su esposo que está muriendo de cáncer de huesos, o quizás esta misma mujer sea la secretaria mal pagada del Departamento de Tránsito que justo ayer ayudó a tu cónyuge a resolver ese espantoso problema administrativo gracias a un pequeño acto de bondad burocrática. Por supuesto, nada de esto parece muy probable, pero no es imposible, solo depende de lo que queramos tomar en consideración. Si estamos automáticamente seguros de que sabemos lo que es la realidad y qué o quién es realmente importante – si queremos actuar según la configuración preestablecida – entonces ustedes, como yo, no tomarán en cuenta aquellas posibilidades que no resultan irritantes y sin sentido. Pero si realmente hemos aprendido cómo pensar y cómo prestar atención, entonces sabremos que tenemos otras opciones. Tendremos la facultad de experimentar una situación multitudinaria, bullanguera, lenta e infernal, no solo como significativa sino sagrada, capaz de estar iluminada con la misma fuerza que tienen las estrellas – compasión, amor, aquello que comparten todas las cosas. No quiere decir que las cuestiones místicas sean necesariamente verdaderas: lo único que es verdaderamente cierto es que cada uno decide cómo intentará ver las cosas. Se puede decidir conscientemente qué es importante y qué no. Se puede decidir a qué cosa rendir culto.
Y aquí tenemos otra cosa que es cierta. En las trincheras cotidianas de la vida adulta, no existe algo así como el ateísmo. Es imposible no rendirle culto a nada. Todos rinden culto a algo. Lo único que podemos elegir es qué venerar. Y una razón excepcional para elegir adorar algún tipo de dios o algo espiritual – llámese Jesucristo, Alá, Jehová, la madre-diosa Wicca, Las Cuatro Nobles Verdades o un conjunto férreo de principios éticos – es que casi cualquier otra cosa terminará por comernos vivos. Si adoramos el dinero y las cosas materiales – si es eso lo que da sentido a nuestras vidas – entonces nunca tendremos suficiente. Nunca sentiremos que tenemos suficiente. Esa es la verdad.
Si rendimos culto a nuestro propio cuerpo, a la belleza y al atractivo sexual, siempre nos sentiremos feos y cuando el tiempo y la edad empiecen a notarse moriremos un millón de muertes antes de que finalmente nos llegue la hora. A un nivel, todos ya sabemos esto – ha sido codificado en forma de mitos, proverbios, clichés, sedantes, epigramas, parábolas: el esqueleto de toda gran historia. El truco está en mantener esta verdad a la vista en nuestra consciencia cotidiana. Si le rendimos culto al poder, nos sentiremos débiles y asustados, y necesitaremos aún más poder sobre los otros para mantener a raya el miedo. Adoremos el intelecto, ser considerados inteligentes, y terminaremos sintiéndonos estúpidos, un fraude, siempre a punto de ser descubiertos.
La Verdadera Libertad
Estas formas de culto resultan traicioneras y no porque sean malvadas o pecaminosas, sino porque son inconscientes. Son categorías preestablecidas. Son el tipo de culto en los que uno gradualmente va cayendo, día tras día, volviéndose cada vez más selectivo en la forma como ve y mide el valor sin estar completamente consciente de lo que se está haciendo. Y la vida no nos desalentará de actuar según nuestra categoría preestablecida, pues el mundo de los hombres, el dinero y el poder se nutre muy bien con el combustible del miedo, el desprecio, la frustración, el ansia y el culto al yo. Nuestra propia cultura actual ha empleado estas fuerzas de forma tal que ha logrado cosechar riquezas extraordinarias, comodidades y libertades personales. La libertad de ser amos y señores de nuestros propios y minúsculos reinos, solos en el centro de la creación.
Este tipo de libertad es muy recomendable. Pero existen muchos tipos diferentes de libertad, y el tipo más valioso no será aquel del cual se escucha hablar mucho en el mundo exterior que se caracteriza por ganar, lograr y mostrar. El tipo de libertad verdaderamente importante involucra la atención, la conciencia, la disciplina y el esfuerzo, así como ser capaces de que nos importen verdaderamente las otras personas y sacrificarnos por ellas, una y otra vez, en una miríada de cosas pequeñas, sin importancia y poco sexys, todos los días. Esa es la verdadera libertad. La alternativa es la inconsciencia, la configuración preestablecida, la “carrera de ratas”, la constante sensación que nos roe por dentro de haber tenido y perdido algo que era inmortal.Sé que todo esto probablemente no suene divertido, jovial o enormemente inspirador. Se trata, al menos hasta dónde puedo verlo, de la verdad, una vez que sacamos una buena cantidad de estupideces retóricas. Obviamente, podemos pensar de ello lo que queramos. Pero, por favor, no lo descarten como harían con un sermón pacato y que busca generar culpa. Nada de esto se refiere a la moral, religión, dogma o rebuscadas preguntas sobre la vida después de la muerte. La verdad capital trata sobre la vida antes de la muerte. Trata sobre llegar a los 30, o tal vez a los 50 años, sin querer pegarse un tiro en la cabeza. Trata simplemente sobre la conciencia – la conciencia de lo que es tan real y esencial, tan oculto a plena vista, que tenemos que seguir recordándonoslo, una y otra vez. “Esto es agua, esto es agua”.
Publicado en la revista "Somos" de El Comercio el 03 de enero de 2009
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