octubre 16, 2006
Blog PornoCultura
Hannah Arendt, pensar por libre
Si no fuera un simple recurso retórico hablar de una «reina» de la filosofía del siglo veinte, este trono correspondería a Hannah Arendt (Hannover, 1906-Nueva York, 1975). Por la originalidad de su mirada y honestidad. Paul Valéry decía que lo más importante era «matar a la marioneta que habita dentro de uno». Arendt fue capaz de congelar todos los movimientos reflejos que determinaron a la mayoría de los intelectuales de su tiempo. Quizá por eso no se definía como filósofa, sino como una mujer atenta a las contingencias imprevistas de lo humano. Algo que ver tuvo sin duda su biografía: fue discípula de Husserl, Bultmann y Jaspers, aunque su gran maestro fue Heidegger, con quien mantuvo un secreto e intenso romance.
En 1929 contrajo matrimonio con el famoso escritor Günther Stern (Anders). Por su origen judío, es detenida por la Gestapo e internada en el campo de mujeres de Gurs. En 1941 abandona Europa y huye a Estados Unidos. Sin duda, dos experiencias van a marcar los primeros intereses intelectuales de Arendt: la influencia del existencialismo a través de sus «padres» intelectuales, Jaspers y Heidegger, y el fenómeno del totalitarismo, que la obliga a asumir la condición de «paria».
Antes de convertirse en «rara avis» de la politología, las primeras tentativas filosóficas de la joven Arendt se centran en la figura de San Agustín, que ya había atraído la atención de Heidegger en «Ser y tiempo». De ahí que en este trabajo no pueda por menos de escucharse la voz existencial del maestro.
Una vida visible. Una deuda, empero, que no ha de empañar la originalidad de la discípula en un doble aspecto: por un lado, y anticipando su crítica posterior del cristianismo, Arendt señala las contradicciones inherentes al concepto de amor agustiniano e indica sus posibles deficiencias en el espacio público; por otro, no deja de apreciar en el primer «filósofo cristiano» una noción de libertad positiva, sumamente original, que más tarde entenderá como «milagro». No hay nada que defina mejor al hombre que su capacidad de realizar lo improbable, lo incalculable.
Arendt se quejaba a Heidegger de que éste no hiciera visible su amor. No sólo era el lamento de una joven judía enamorada ante el magnético profesor casado con una acérrima nacionalsocialista. Frente al «pathos» del individuo existencialista heideggeriano, para quien la «propiedad» del sujeto queda oscurecida cuando uno se dispersa en la «charlatanería» del mundo público, Arendt trata de otorgar dignidad filosófica al mundo intersubjetivo, el «entre», tradicionalmente repudiado o descuidado en aras de una autenticidad, a la postre, y según ella, romántica. Es en este espacio intersubjetivo donde brota la acción política, la existencia auténtica del hombre, la pluralidad y, por ende, la libertad.
Sin duda, su aportación más interesante reside en su tentativa de mirar la acción humana con los ojos despejados de clichés académicos. De ahí que la originalidad de su reflexión transcurra de los cauces de la filosofía existencial a la reflexión casi fenomenológica sobre el sentido y la naturaleza especial de la política. Consciente del desprecio y resentimiento filosóficos frente al mundo, de por sí frágil, contingente y plural, Arendt cree que la mayor parte de la filosofía tradicional desde Platón no ha sido sino un intento de encontrar bases teóricas y formas prácticas susceptibles de escapar del horizonte político, de bloquear los posibles vínculos naturales entre pensamiento y acción. De ahí que sea falso afirmar que «siempre ha habido política».
El peligro de la indiferencia. Su obra más popular, «El origen del totalitarismo», aparecida en 1951, se compone de tres partes: «antisemitismo», «imperialismo», «totalitarismo». Es esta tercera parte, que versa sobre los regímenes nazi y estalinista, la que mayor resonancia ha tenido y la que también más relación guarda con otra de sus grandes obras, «La condición humana». Para Arendt, el desarrollo del nazismo y su inédita capacidad de destrucción no fueron el fruto de una tradición alemana cualquiera, sino de la transgresión nihilista de todas las tradiciones: «La nada de la que surge el nazismo se podría definir [...] como el vacío que procede del derrumbamiento casi simultáneo de las estructuras sociales y políticas de Europa [...] El tremendo atractivo psicológico que ejerció el nazismo no consistió tanto en sus falsas promesas como en el abierto reconocimiento de este vacío».En este sentido, una de las tesis más llamativas de su pensamiento es la de la «banalidad del mal» que arraigó en el régimen nazi.
Bajo estas claves, el peligro fundamental que se cierne sobre las sociedades modernas de masas es que la esfera de lo político termine desapareciendo por completo. Según Arendt, la característica principal del hombre masa es su aislamiento y su falta de relaciones sociales. Son la soledad y la atomización social los elementos catalizadores del totalitarismo: los movimientos totalitarios son organizaciones masivas de individuos atomizados y aislados, cuyo fanatismo y devoción al gran líder no son sino tentativas de zafarse del desamparo burocrático en el que se hallan inmersos.
De ahí que, enarbolando la preciosa fragilidad de lo humano -su finitud constitutiva-, la reflexión de Arendt acierte en diagnosticar que el verdadero enemigo de nuestro tiempo no es tanto el embate mostrenco de la irracionalidad como la amenaza cotidiana y banal de la indiferencia e impotencia gregaria de las masas. Aquí cabe comprender su famosa distinción entre «poder» y «violencia»: mientras el poder tiene que ver con la reunión y la actuación concertada de los hombres, la violencia surge cuando éstos se aíslan y dispersan. Es aquí donde cabe apreciar la reivindicación arendtiana de la política y su tentativa de comprender las raíces totalitarias de toda sociedad huérfana de esfera pública.
Por esta razón, protesta asimismo contra una concepción de la verdad pasada por el tamiz del modelo científico, un conocimiento totalmente privado de su virtualidad expresiva, comunicativa, que no apela ya a la imprescindible experiencia existencial que acaece «entre» los hombres, como era el caso en la «polis» griega. Arendt relaciona así la esfera pública de la Antigüedad y su exaltación del agonismo político con el cultivo no privado de la individualidad. De ahí que el esquema conceptual de su gran obra, «La condición humana», gire en torno al triángulo categorial «labor», «trabajo» y «acción», las tres actividades vitales por antonomasia.
Paralelamente, otra distinción ha marcado la historia de las actividades humanas, la existente entre la «vita contemplativa» y la «vita activa».
Luz y anestesia. Aunque la primera categoría ha sido considerada como la más excelsa, Arendt trata de recuperar para la modernidad la importancia de la segunda, perdida con la irrupción de la era cristiana y, concretamente, con san Agustín, quien la despojó de su significado político. De ahí que una de las preocupaciones de Arendt sea mostrar cómo el «homo faber» no es la figura que encarna la libertad humana, toda vez que el trabajo es una categoría sujeta a la necesidad, esto es, que surge de un interés básicamente instrumental.
Si hoy, en el aniversario de su nacimiento, el pensamiento de Arendt sigue iluminando la reflexión contemporánea, no es sólo por su labor de cronista del eclipse democrático en nuestras sociedades tecnológicamente anestesiadas; sin blandir de modo irresponsable la perezosa identificación entre totalitarismo y democracia. Toda la reflexión arendtiana gira en torno a este problema: cómo hacer inteligible el fenómeno del totalitarismo a la luz del déficit político de nuestras sociedades modernas de masas, compuestas de sujetos aislados, impotentes, que se definen meramente en términos privados. «El totalitarismo no busca un gobierno despótico sobre los hombres, sino que busca un sistema en el que los hombres sean superfluos».
Germán CANO
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