18 de marzo de 2009
Por Manuel Cadenas Mujica
Guillermo Thorndike, enorme periodista, incansable escritor, principal testigo del Perú de los últimos 50 años e inmenso ser humano descansó la madrugada del lunes 9 de marzo, a los 68 años, recién llegado de un viaje a la Argentina, víctima de un infarto mientras dormía. Aquí la semblanza de su colaborador y amigo de las últimas dos décadas.
“Acuérdate de cuando pedíamos paz. Los años que fueron. Los niños que vinieron.
Cuando el hombre importaba más que su elegancia.
A favor o en contra, Dios aún existía.
Marchábamos.
Que haya paz, que haya justicia.
Faltaba agregar: que haya honor.
A la antigua, rotundamente.
Cantábamos.
Esta era una de esas canciones que no se olvidan.
Años 60. Después de las barricadas de París, Berkeley, y después las marchas en Alabama.
Así era...”
Guillermo Thorndike, 13 de noviembre de 2008, correspondencia personal.
Si hubiera podido, estoy seguro que Guillermo habría escogido esa manera de emprender el viaje del que ya no se vuelve. Plácida, instantánea, exacta, contundente, muerte como un gran titular, como una edición de choque. Una gran risotada contra el destino, un estallido de bigotes rubios y ojos azules de vida abundante. Thorndike inmenso, para quien las palabras no alcanzan de tanta humanidad que llevaba puesta.
Así lo conocí: rebosante de su espíritu profundamente humano y universal, generoso, alegre, sabio e intuitivo, una mañana de noviembre de 1991, cuando el desempleo agitaba el mar de mi desesperación y todo el pan que traía bajo el brazo era un puñado de letras inexpertas. “Así que escribes, ¿y qué escribes?”, el pedante respondió que “de todo”. “¿También de música? ¿Sabes algo de Yves Montand?”, el bisoño pedante poeta balbuceaba su ignorancia, mientras el Genial Director comprendía el atrevimiento, le celebraba en silencio cómplice la picardía rimense porque la necesidad tiene cara de hereje. “Bueno, Yves Montand acaba de morir, ¿puedes escribir sobre eso?”, el bisoño pedante no lo pensó dos veces.
Y tampoco lo pensaría dos veces en adelante, durante los últimos dieciocho años, cada vez que Guillermo Thorndike le propuso una nueva aventura en la selva del periodismo nacional, del que ha sido su último e indiscutible más grande genio.
Pero no quiero hablar del personaje, sino del hombre. No quiero abundar en la figura pública que todos conocemos, sino en el enorme amigo, maestro y padre que supo ser para varias generaciones de alucinados cómplices de ese milagro cotidiano que es vivir un día por delante con respecto al resto de la humanidad, como solía repetir él cuando hablaba de los periodistas. Y Guillermo sabía por qué lo decía: tan convencido estoy de que vivió no un día sino años-luz por delante de los demás mortales, que esa partida súbita y decorosa ha de haber estado escrita con toda seguridad en su memoria futura, él que como nadie leyó minuciosamente el pasado de nuestra nación y lo reconstruyó célula por célula para descubrir las claves de nuestro ser colectivo. Ahí están sus libros que hablan por sí solos, como el Genial Director quería.
“Acabé de trasladarme a mi nueva dirección (…) Estoy agotado, pues vengo en descubrir que 68 para 69 años no constituyen edad para estar cambiando de pellejo o residencia. Rápidamente he sido compensado con un espléndido artículo que el peruanista francés Roland Forges ha dedicado a ‘El rey de los tabloides’ y que me permito compartir con gran satisfacción”, me decía en uno de sus últimos correos, a fines de enero. Y cuántas veces al filo de la medianoche, cerrada ya la edición en alguna sala de redacción vacía, nos despercudimos de la ordinaria preocupación por la bendita actualidad para ahondar largamente sobre esas inquietudes del alma, si finalmente habrá valido la pena tanto desvelo, tanto hurgar en la materia de los tiempos, tanta letra hilvanada con finura, si se podrá eludir la funesta certeza de que el reconocimiento vendrá únicamente de la posteridad o de esa suerte de posteridad contemporánea que, como Forges, es el extranjero.
Y es que, así como ningún periodista contemporáneo o pasado ha superado su fecundidad intelectual y literaria, la luminosidad de sus horizontes pasados y presentes, la diversidad de sus intereses, la energía abrumadora de sus empresas y la rapidez de su brillante pluma, pocos también han sido tan poco reconocidos y más bien tan mezquinados como Guillermo Thorndike.
Dispuesto a quebrar la maldición del reconocimiento póstumo, le respondí: “Estoy seguro de que ya han llegado los días en que se hará justicia a tu inabarcable talento, tu inacabable energía de trabajo, tu extraordinario amor por la verdad, tu incontrolable pasión por la honestidad intelectual, tu desbordante don humano, tu envidiable universalismo cultural, todo lo que haz aportado a este país y a la especie en general para que aprendamos a comprendernos y tolerarnos. En tus libros, en tus aventuras periodísticas... Sé que un día muy cercano todos podrán tener el privilegio de reconocer, con la hondura que por anticipado me tocó en suerte, al enorme ser humano que eres, el insobornable amigo, absolutamente terrenal, de carne y hueso y, por eso mismo, más valioso que todas las caricaturas de hombres que ambulan por los predios de la literatura, la cultura y la vida tratando de ser algo o alguien sin conseguir más que dibujar un triste remedo. Mi homenaje cotidiano, hermano mayor”.
Pero el Genial Director de Correo y La Crónica, el biógrafo de Grau y del Perú, el récord imbatible de ventas de diarios y rating de noticieros, el fundador de La República y Página Libre, el poeta de “Y la tierra se hizo nuestra” con César Calvo y Perú Negro, el best seller del “Caso Banchero” y “El año de la barbarie”, el guionista de “Muerte al amanecer” y “Abisa a los compañeros”, el motor de la revista “Martín” y su rescate de los más grandes de valores de la literatura peruana, el animador de cientos de iniciativas culturales y benefactor de poetas y artistas, el descubridor de talentos, el gourmandise, el temible adversario mediático de la politiquería nacional, el inmejorable aliado para las grandes causas, el amigo total de los mejores y los peores momentos, el padre dedicado y el esposo leal, era enemigo de los patetismos. Modesto y lúcido, capaz como ninguno de reírse de sí mismo, respondió: “Si seré burro. A veces no rebuzno ni por casualidad. Ahí sí va el artículo. Estoy buscándole un hogar apropiado en el Perú. Un abrazo”.
Incansable, trabajador, disciplinado, apasionado, nunca dejó de soñar, nunca dejó de inventar, de crear, de ser el niño de “Los ojos en la ventana”. Recuerdo aquella vez que en Frecuencia Latina prefirió una canción de heavy metal a un tema clásico para musicalizar un reportaje sobre la guerra del Cenepa, ante la mirada incrédula de editores y dueños del canal. Y la eligió tarareándola. Con esa energía vital escribió el 19 de febrero: “Si Dios me lo permite, pronto voy a acabar el último volumen, ‘La mansión de los héroes’, que ya está muy avanzado y que creo es lo mejor que he escrito hasta ahora. Es posible que pueda presentarse el próximo octubre. Pero ese es el futuro. El presente debe reunirnos. Aún será verano, no habrá clases para nadie y creo que es posible tener nuestra asamblea aparte”.
Por eso sé que si hubiera podido, Guillermo habría escogido esa manera de emprender el viaje sin retorno con que nos ha adelantado: sin aspavientos y con una enorme sonrisa contra el eterno misterio.
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