Caretas
21 de octubre de 2004
Con la amenaza de un cáncer, el prestigio de un Nobel y un respetabilísimo arsenal de excelentes novelas y cuentos, Gabriel García Márquez demuestra una fructífera vigencia. El año pasado fue el libro de memorias "Vivir para contarla", best seller que batió todos los récords de ventas en el Perú, llegando a la apreciable cifra de 60 mil copias vendidas. Se espera una receptividad similar, a pesar del mal nacional de la piratería, con esta nueva entrega, "Memoria de mis Putas Tristes", cuya edición nacional posee diversas peculiaridades respecto a las demás: es más barata, posee tapa dura, y ostenta ligeras diferencias textuales respecto al lote de volúmenes destinados a Latinoamérica. La razón es que la edición destinada al Perú fue impresa antes de que García Márquez realizara las últimas correcciones.
Escribe GABRIEL GARCIA MARQUEZ
NO había escapatoria. Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña dormida, desnuda y desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su madre. Yacía de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contemplarla desde el borde de la cama con un hechizo de los cinco sentidos. Era morena y tibia. La habían sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el vello incipiente del pubis. Le habían rizado el cabello y tenía en las uñas de las manos y los pies un esmalte natural, pero la piel del color de la melaza se veía áspera y maltratada. Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar. Lo mejor de su cuerpo eran los pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos y sensibles como de otras manos. Estaba ensopada en un sudor fosforescente a pesar del ventilador, y el calor se volvía insoportable a medida que avanzaba la noche. Era imposible imaginar cómo era la cara pintorreteada a brocha gorda, la espesa costra de polvos de arroz con dos parches de colorete en las mejillas, las pestañas postizas, las cejas y los párpados como ahumados con negrohumo, y los labios aumentados con un barniz de chocolate. Pero ni los trapos ni los afeites alcanzaban a disimular su carácter: la nariz altiva, las cejas encontradas, los labios intensos. Pensé: Un tierno toro de lidia.
A las once fui a mis trámites de rutina en el baño, donde estaba su ropa de pobre doblada sobre una silla con un esmero de rica: un traje de etamina con mariposas estampadas, un calzón amarillo de malapodán y unas sandalias de fique. Encima de la ropa había una pulsera de baratillo y una cadena muy fina con la medalla de la Virgen. En la repisa del lavabo, una cartera de mano con un lápiz de labios, un estuche de colorete, una llave y unas monedas sueltas. Todo tan barato y envilecido por el uso que no pude imaginarme a nadie tan pobre como ella.
Me desvestí y dispuse las piezas como mejor pude en el perchero para no dañar la seda de la camisa y el planchado del lino. Oriné en el inodoro de cadena, sentado y como me enseñó desde niño Florina de Dios para que no mojara los bordes de la bacinilla, y todavía, modestia aparte, con un chorro inmediato y continuo de potro cerrero. Antes de salir me asomé al espejo del lavamanos. El caballo que me miró desde el otro lado no estaba muerto sino lúgubre, y tenía una papada de Papa, los párpados abotagados y desmirriadas las crines que habían sido mi melena de músico.
-Mierda -le dije-, ¿qué puedo hacer si no me quieres?
Tratando de no despertarla me senté desnudo en la cama con la vista ya acostumbrada a los engaños de la luz roja, y la revisé palmo a palmo. Deslicé la yema del índice a lo largo de su cerviz empapada y toda ella se estremeció por dentro como un acorde de arpa, se volteó hacia mí con un gruñido y me envolvió en el clima de su aliento ácido. Le apreté la nariz con el pulgar y el índice, y ella se sacudió, apartó la cabeza y me dio la espalda sin despertar. Traté de separarle las piernas con mi rodila por una tentación imprevista. En las dos primeras tentativas se opuso con los muslos tensos. Le canté al oído: La cama de Delgadina de ángeles está rodeada. Se relajó un poco. Una corriente cálida me subió por las venas, y mi lento animal jubilado despertó de su largo sueño.
Delgadina, alma mía, le supliqué ansioso. Delgadina. Ella lanzó un gemido lúgubre, escapó de mis muslos, me dio la espalda y se enroscó como un caracol en su concha. La pócima de valeriana debió ser tan eficaz para mí como para ella, porque nada pasó, ni a ella ni a nadie. Pero no me importó. Me pregunté de qué servía despertarla, humillado y triste como me sentía, y frío como un lebranche.
Nítidas, ineluctables, sonaron entonces las campanadas de las doce de la noche, y empezó la madrugada del 29 de agosto, día del Martirio de San Juan Bautista. Alguien lloraba a gritos en la calle y nadie le hacía caso. Recé por él, si le hiciera falta, y también por mí, en acción de gracias por los beneficios recibidos: No se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio. La niña gimió en sueños, y recé también por ella: Pues que todo ha de pasar por tal manera. Después apagué el radio y la luz para dormir.
Desperté de madrugada sin recordar dónde estaba. La niña seguía dormida de espaldas a mí en posición fetal. Tuve la sensación indefinida de que la había sentido levantarse en la oscuridad, y de haber oído el desagüe del baño, pero lo mismo pudo ser un sueño. Fue algo nuevo para mí. Ignoraba las mañas de la seducción, y siempre había escogido al azar las novias de una noche más por el precio que por los encantos, y hacíamos amores sin amor, medio vestidos las más de las veces y siempre en la oscuridad para imaginarnos mejores. Aquella noche descubrí el placer inverosímil de comtemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor.
Me levanté a las cinco, inquieto porque mi nota dominical debía estar en la mesa de redacción antes de las doce. Hice mi deposición puntual todavía con los ardores de la luna llena, y cuando solté la cadena del agua sentí que mis rencores del pasado se fueron por los albañales. Cuando volví fresco y vestido al dormitorio, la niña dormía bocarriba a la luz conciliadora del amanecer, atravesada de lado a lado en la cama, con los brazos abiertos en cruz y dueña absoluta de su virginidad. Que Dios te la guarde, le dije. Toda la plata que me quedaba, la suya y la mía, se la puse en la almohada, y me despedí por siempre jamás con un beso en la frente. La casa, como todo burdel al amanecer, era lo más cercano al paraíso. Salí por el portón del huerto para no encontrarme con nadie. Bajo el sol abrasante de la calle empecé a sentir el peso de mis noventa años, y a contar minuto a minuto los minutos de las noches que me hacían falta para morir.
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