La República
Dom, 25/10/2009
Por Rocío Silva Santisteban
Hace poco, una amiga crítica cultural argentina me lanzó una serie de preguntas para ser publicadas en un trabajo suyo, y entre ellas, una que nos enfrenta a una decisión ético-estética y ante la posibilidad de quedarse pateando latas: “¿Es posible separar entre la profesión de crítico y la presentación del libro de un autor perteneciente al staff del diario, editorial o universidad para la que uno trabaja?”.
Hay varios elementos que pueden convertir a una lectura en una loa y uno de ellos es el chantaje: el jefe del periódico (o universidad) donde trabajas –tú eres un escritor en ciernes– publica un cochambroso opúsculo dizque en versos, y te lo pone enfrente para que le hagas la reseña de rigor (¡sí, en su propio medio de comunicación, o en la revista de la universidad que él mismo dirige!). Entonces:
a. Le dices que no puedes porque va contra tus principios, pero que se lo pasarás a uno de tus conocidos (ejem, enemigos), sabiendo que bien pronto te quedarás sin trabajo, pero saboreando la venganza.
b. Le dices que lo harás, pero que opinarás con todo el rigor del que eres capaz (capacidad proporcional a tu “compensación por tiempo de servicios” que se agotará a los dos meses de desempleo).
c. Le dices que “bueno, pues”, y escribes una serie de calificativos inocuos y pareceres gaseosos o, mucho mejor, haces un análisis semiótico de dos poemas, con actantes y secuencias narrativas y cuadros semióticos y hablas del cuerpo-texto y del análisis lacaniano-zizekiano, pero salvas el puesto.
d. Le dices que “por supuesto”, “encantado”, “con todo gusto” y le pasas la franela de la mejor manera posible con todas las esdrújulas utilizables en una loa de falso calibre, y te ascienden a editor.
e. Ninguna de las anteriores.
Me imagino que hay más respuestas y variaciones del mismo tema: el asunto es que la situación anterior no es culpa del escritor-crítico sino del otro individuo que lo pone en una situación incómoda. Algo completamente diferente es que un amigo o amiga, compañera de aventuras y de estudios, co-generacional y co-universitaria, aquella cuyo hombro sirvió de apoyo para tantos llantos, nos pide que presentemos su libro. Leemos el libro y no nos gusta. ¿En la presentación seremos capaces de decirle a nuestra amiga escritora o poeta que se equivocó, que erró esta vez el camino, que se está anquilosando o repitiendo machaconamente?, ¿es posible ser riguroso y no encontrar siquiera un verso digno de ser admirado?
¿Y qué sucede en la situación opuesta cuando un colega que escribe desde nuestra propia opción escritural nos pide que le presentemos un libro? Leemos el texto, y nos sentimos totalmente identificados con el mismo (por supuesto, es la misma opción, es la misma estética, son los mismos elementos), nos parece maravilloso, extraordinario, realmente muy bueno… y seguimos presentando libros de todo el barrio poético sin darnos cuenta que nos ha quedado el talán del coro.
Otra posibilidad que se ha dado en el Perú: el poeta es también un excelente crítico, y un excelente poeta, tiene amigos muy buenos poetas, otros regulares y muchos mediocres, decide que su opción estética es la única válida de su generación, y escribe precisamente un libro para validarla: incluye a tirios y troyanos, pero a la hora del balance, solo incluye a “los suyos” como la “mejor opción escritural de la generación A”. Y entonces, en una vuelta de tuerca digna de un puntero mentiroso, se valida a sí mismo y a su estética como “la opción” poética del canon peruano del Perú (perdonen la tristeza).
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