sábado, 5 de diciembre de 2009

Palma & El Comercio

29 de noviembre de 2009
El Comercio
ESPECIAL

I. Matilde

Matilde es bella como el primer pensamiento de amor que cruza por el alma de una virjen. Al verla diríais que un anjel había colocado en sus ojos su aureola de luz y su sonrisa en el coral de su boca. Como la última noche de la humanidad es negra su cabellera y su talle voluptuosamente esbelto es en ella como la flor del tilo ajitada por los besos del aura.

Su corazón es un himno pleno de ternura y verdad. En él se encierran raudales infinitos de amor como en el búcaro chinezco, el perfume del cimamomo, la mejorana y el tulipán.

Pero Matilde ha nacido en el siglo en que la voluntad de los padres es la ley que domina todo sentimiento del espíritu y tiene por esposo a Jaime de Cazares, oficial de la Marina de Guerra española, ser brutal y prosaico que no alcanza a hacerse amar del alma ardorosa de la joven.

Y ella se esconde para llorar, porque teme que la sociedad al contemplar sus lágrimas, la confunda con una atronante y sarcástica carcajada.

¿Será acaso que la sociedad se haya fastidiada de ver tantos que especulan con las lágrimas?

Pero el duelo no es eterno.

Por eso Matilde tiene algunos instantes de solaz; porque en ellos vive de recuerdos.

Su corazón aun no ha olvidado la historia de su primer amor y cuando entre sollozos se ve obligada a pronunciar el nombre de su marido, recela que sus labios la traicionen profiriendo el dulce nombre de Clodoveo, nombre que resonó antes en su alma con toda la dulzura y majia de su cántico de esperanza.

¡Músicas misteriosas! ¡Armonías del alma! ¡Recuerdos! ¡Cuán halagueños sois en esa edad de la vida en que se sueña ver el horizonte teñido de ópalo y rosa!

Solo los corazones que aman y sufren son felices; porque ¡hay tanto encanto, tanta poesía en esos melancólicos sufrimientos! El placer constante produce el tedio y el tedio es casi la muerte. Matilde ama el dolor; porque el dolor es la vibración de la lira más armoniosa de su ser.

II. Noche de luna

Era el 18 de octubre de 1715.

Transparente como un inmenso vidrio estaba esa noche el mar sobre cuya pacífica superficie rielaban los plateados rayos de la luna.

El Tritón bergantín pirata se alejaba gallardo como un cisne de las playas de Pisco desplegadas todas sus velas al viento.

El firmamento estaba tan sereno, la brisa era tan mansa y la calma del mar tan infinita, que dos almas enamoradas se habrían adormido en esas misteriosa vaguedad de la naturaleza.

¿Será tal vez un recuerdo de nuestro celestial orijen?

¡Si! Como Dios aspira el hombre a embellecerlo todo por el amor —solo él satisface al gran desterrado de los cielos.

En el mar es donde el sentimiento del amor adquiere mayor fuerza en el corazón del hombre. ¿Quién no ha dejado en la rivera una mujer amada?

La pasión del marino es una fiebre inextinguible. En su amor hay siempre un “no sé qué” de relijioso. El recuerdo de su bella es un talismán al que rinde un culto puro en el fondo de su alma. Y esto se explica fácilmente. En el marino hablan poco los sentidos porque se juzga más cerca de Dios que los seres que habitan la ciudad. Por eso la mujer a quien amó hoy debe tener fe en que no será olvidada mañana. [...]

IV. Abordaje

Una mujer, doblemente hermosa con el desorden de sus ropas, se presentó entonces sobre cubierta y pasó sus brazos por el cuello del capitán.

-¡Clodoveo! Yo aborrezco la vista de la sangre y el corazón me dice que aquí se prepara una horrible matanza. Alejémonos de esa vela. Tú me ofreciste que iríamos a Europa directamente, que olvidarías tu historia de pirata y me has engañado porque te miro como el tigre ávido de una víctima.

-¡Matilde, Alma de mi vida! Dile a la tempestad que no brame, dile a las olas que no arrojen su espuma sobre la ribera, pero no digas al pirata que huya. Mis compañeros me llamarían cobarde y ¿sabes lo que sería para ambos esa palabra? La muerte. ¿Ni como huiría yo que durante tres años he hecho la guerra a esa ciudad que te arrebató a mi amor, obligándome a tomar el mar por patria [...].

[*] El Comercio, 9 de marzo de 1854.

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